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jueves, 18 de mayo de 2017

DESTILANDO FANTASMAS y la música



     Cuando hablo de Destilando fantasmas, siempre pienso en que su invención y redacción tuvo cuatro momentos significativos, cada uno de ellos ligado a un tipo de música que se relaciona, obviamente, con mis gustos particulares en diferentes épocas de mi vida.

     El primer momento es aquel previo a la novela, cuando ni siquiera había pensado en ella. Durante el otoño de 1994 viví en Columbus (Ohio), a la sombra de su universidad. Durante aquellos meses, cuando todavía no había imaginado que mis experiencias podían ser el germen de esta novela, escuchaba sobre todo Mucho más que dos, de Ana Belén y Víctor Manuel, en un CD doble y en directo, donde la pareja canta con Serrat, Sabina, Antonio Flores o Pablo Milanés. Era el único CD que me había llevado a Estados Unidos. Lo escuchaba todas las noches, mientras cenaba solo, en un apartamento en donde no había televisor y detrás de los cristales el frío cubría de escarcha el paisaje. Mis amigos me habían dejado un aparato reproductor que también tenía radio, que nunca sintonizaba porque apenas podía entender dos palabras y media. Luego, a lo largo de la jornada, casi no escuchaba música salvo los hilos musicales que me acompañaban en mi paseo por las librerías o mis visitas a los supermercados.


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     Entonces me cantaba a mí mismo, tarareaba lo que deseaba escuchar: la banda sonora de Vértigo, de Hermann; la de Hasta que llegó su hora o Érase una vez en América, ambas de Morricone; «Space Oddity» y «The Man Who Sold the World», de David Bowie, aunque esta última en la versión acústica que Nirvana había grabado ese año y que, en cierto modo, fue una aviso de la decisión que poco después tomaría Kurt Corbain; una vieja balada de Scorpio, «Still Loving you»; una de las melodías más hermosas que nunca se han oído: «The Way We Were», con la voz de la Streisand; Serrat cantando el «Romance de Curro el Palmo». Cuando faltaban dos semanas para regresar a España escribí el cuento «Las largas avenidas» en un ordenador de la biblioteca y lo imprimí allí mismo, en hojas de papel continuo que luego separé, grapé y regalé a mis amigos: Mari Paz, Rosa, Eileen, Esteban. Me recuerdo tecleándolo al tiempo que tarareo Verano del 42, de Michel Legrand.

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     El segundo momento comienza poco después de llegar a España, ya en 1996, cuando advierto que este cuento bien puede ser el inicio de algo más extenso. Y comienzo a documentarme y empiezo a escribir casi en un estado febril, sin apenas detenerme a corregir porque las ideas brotan tan precipitadamente de mi cabeza hacia los dedos que no tengo tiempo para pararme y cribarlas: a una idea se sucede otra y otra y luego una tercera que viene a mejorar las anteriores. Vuelvo a escuchar la misma música que oía en Ohio, a la que añado los boleros clásicos de Los Panchos, como «El reloj» y «La barca», o «Esta tarde vi llover», de Manzanero; pero sobre todo es Chet Baker, su voz y su trompeta, los que pueblan las noches casi en vela que empleo escribiendo Los recodos del camino, porque ese es el título de la novela que está construyéndose sobre la pantalla del ordenador: «My Funny Valentine», «There Will Never Be Another You». Termino la novela el día de San José de 1999. Imposible olvidarlo porque ese mediodía se casa mi hermano. Yo me levanto muy temprano, escribo las últimas páginas y las imprimo para añadirlas al montón que se ha ido levantando poco a poco a lo largo de más de dos años.

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    El tercer momento va desde ese 19 de marzo de 1999 hasta diciembre de 2007. Casi ocho años en los que la novela es releída decenas de veces, corregida, pulida, modificada. La presento a varios concursos sin éxito; me la devuelven de un puñado de editoriales porque no entra en su “línea editorial”. Poco a poco la novela va mejorando al ritmo de «Losing my Religion», de REM; de «Wonderwall», de Oasis; de «Smells Like Teen Spirit», de Nirvan; de «El canto del gallo» y «37 grados», de Radio Futura; de las melodías aterciopeladas de Chet Baker. A finales de 2007, consigo “engañar” a Luis Bonmatí, el editor de Agua Clara, quien antes de publicarla me sugiere dos modificaciones: cambiar el título y aligerar la primera de las cuatro partes de que consta la obra. Hago más: Destilando fantasmas, que era el título de la primera parte de la novela se convierte en el título y este, «Los recodos del camino», pasa a encabezar la primera parte; suprimo un capítulo completo de la primera parte titulado «Vida de Luis». Sin embargo, añado el prólogo localizado en Bonn en 1935. Y la novela se publica.


Resultado de imagen de estopa en concierto    El último momento es más reciente. A finales de 2016 pienso que Click Ediciones pudiera estar interesado en mi novela. Hablo con Adelaida Herrera, su editora; le envío la obra. A pesar de saber que es ya una novela publicada en papel, aunque con una distribución limitada casi exclusivamente a la provincia de Alicante, Adelaida da el visto bueno. La novela les encanta. Es el momento de volver a releerla —no lo había hecho desde que en 2007 había corregido las pruebas de imprenta—: sigue emocionándome. La limpio, suprimo lo que me parece una cantidad inmensa de puntos suspensivos; añado alguna palabra u oración; elimino erratas, subsano errores… En esta ocasión al ritmo que mis hijos escuchan y que me llega desde sus habitaciones: One Direction, 5 Seconds of Summer, Pablo Alborán, «Hey, Brother» de Avicii, El canto del loco, «Animals» de Maroon Five, «I Me Mine» de Los Beatles y «Hard Life» de Queens, el viejo sonido de Mecano cantando «Cruz de navajas» o «Entre el cielo y el suelo», canciones de Estopa que me devuelven a otros tiempos.