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sábado, 16 de diciembre de 2017

REFLEXIÓN para terminar el año

     Después de casi veinte años bregando por inculcar a los alumnos el amor a los libros y tras casi cuarenta años ejerciendo de lector compulsivo, he llegado a dos conclusiones.

     La primera de ellas es que se puede vivir sin los libros; existe una vida más allá de la lectura… pero es una vida más pobre, más limitada y, desde luego, más aburrida; una vida incompleta, quebrada y quebradiza semejante a un puzle al que le falta una pieza. El mundo actual ofrece muchas alternativas; pero todas son infinitamente menos imaginativas.

     La segunda conclusión es que existe tal cantidad y variedad de libros que es imposible que no haya ni siquiera uno que no encaje con nuestros gustos, que no nos ayude a ser mejores.

     No leer es una opción suicida. Y si algo lamento en esta vida es no disponer de muchos más años… habiendo tantos libros como todavía quedan por leer y por vivir.


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PRÓSPERO AÑO NUEVO

Un abrazo, 
queridos seguidores...

miércoles, 6 de diciembre de 2017

UN ELENCO DE PERROS, inicio


Aquí tenéis el inicio de mi nueva novela. No os olvidéis de reservarla ya. La tenéis en Espacio Ulises.



     —Españoles —el presidente del Gobierno contuvo las lágrimas, se sorbió los mocos y remató—: Franco ha muerto.

Resultado de imagen de arias navarro y franco    ¡Toma ya! ¡La espichó el cabroncete! Y el memo de Arias Navarro haciendo pucheros por la pantalla del televisor. Lo que me faltaba por ver y oír. Se le notaba a diez leguas que había salido de un colegio de pago: si le pusieran una toga se le confundiría con la madre superiora de las Carmelitas Descalzas. Unos años atrás, cuando dirigía con guantes de acero la DGS, seguro que no estaba tan compungido ordenando arrestos y torturas. En cambio, yo me contuve de gritar como un poseso; porque estaba convencido (aún lo estoy) de que aunque se ha muerto el perro, la rabia todavía no se ha acabado.


      Pero siempre hay idiotas: las prisiones, como esta, están a reventar de gente así. ¿Quién sino un imbécil se iba a dejar prender y enchironar? Un par de vainas se levantaron de la silla como empujados por un resorte y, brazo extendido, emulando a los pretorianos romanos, gritaron un «¡Presente!» que retumbó en toda la sala de estar. Cuando comprendí lo que se avecinaba fui yéndome sin prisa pero sin pausa; la experiencia me ha enseñado a escurrir el bulto y a regatear contratiempos mejor que Di Stéfano. El ademán y la actitud de los fascistas no convenció a otros energúmenos que se cagaron en el Caudillo y en su madre (que en Gloria esté, la señora, y que dudo mucho de que les haya hecho algún mal; pero hay gente que echa todos sus arrestos por la boca sin el menor miramiento). Conque, tras desahogarse con el finado y su familia, echaron mano de sendas sillas y se abalanzaron contra los cruzados de la causa fascista. ¡El rosario de la Aurora, vamos!

     In illo tempore, yo ya estaba fuera, en el pasillo, contemplando entre resignado e irónico el orden de batalla que se estaba disponiendo. Además, sabía que en unos minutos aquello iba a convertirse en un segundo Brunete y que, a no más tardar, acudirían raudos y dispuestos los guardias con sus porras de goma y sus ganas de repartir leña sin miramientos… Al fin y al cabo, cobraban por eso y para eso, los pobres. Conque me escabullí en silencio y me retiré a mi celda, donde me tumbé en el camastro mientras escuchaba los gritos y las carreras, los gemidos de dolor y los aullidos de rabia. Encendí un Chesterfield y me entretuve formando figuras etéreas con las volutas de humo.

     Para qué engañarse: a estas alturas de la película uno ya está curado de espanto. Son casi veinte años entre rejas para sorprenderse de nada ni preocuparse por lo que ni tiene solución (la estupidez humana, por ejemplo) y además es inevitable (que siempre habrá alguien que dé y alguien que reciba). Y fue en ese momento —con el telón de fondo de la algarabía como banda sonora de película en technicolor y cinemascope, a lo Cecil B. De Mille, vamos—, cuando me incorporé de la litera, cerré la puerta para atenuar el ruido y parapetarme de las distracciones, arrojé la colilla al suelo y la chafé, tomé asiento ante la mesa —bajo la ventana por la que ya empezaba a clarear un nuevo día— y decidí que ya iba siendo hora de contarlo todo, de vomitar toda la rabia y la mala hostia que se me había ido acumulando en el vientre, como una bola de brea candente que, algunas noches, me impedía dormir.

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     Hace media hora que he cogido el lapicero y he abierto la libreta que conseguí hace unos años, cuando me dio el arrebato, como ahora, de revelar toda la verdad. Pero aquella vez no pasó de un mero propósito, porque no escribí ni una maldita letra. En cambio ahora ya me he merendado casi dos hojas y noto que esa pelota de pez se va deshaciendo y vertiéndose en cada palabra, en cada línea que va cubriendo las páginas cuadriculadas de la libreta. Esta vez va en serio, lo sé.


      ¿Cuánto hacía que no había vuelto a escribir? Dejando al margen la declaración que dijeron que yo había hecho y que me hicieron firmar después de hincharme a guantazos; obviando la firma que estampé cuando, a la entrada de la cárcel, tuve que leer y certificar que era el dueño de la lista de objetos que dejaba en consigna y que estarían esperándome si algún día salía de aquí. Todavía la recuerdo: una muda, un pantalón de tergal y un cinto; una camiseta azul marino de manga corta, un pañuelo con mis iniciales (A. G. V.) bordadas; un manojo de llaves de la pensión que la bruja de doña Concha, la Ogra, debe de haber buscado desde entonces (¡que se joda!); dos caramelos de eucalipto, marca Pictolín, que los guardias ni siquiera me dejaron meterme en la boca —«Por si intenta usted suicidarse», se pitorrearon— y que, claro, después de casi dos decenios milagro será que estén todavía allí; un mechero y media cajetilla de Peninsulares que seguro que se habrán fumado, y setenta y tres pesetas con cincuenta céntimos. ¿Cómo demonios puedo acordarme de todo eso? Pues porque no he hecho otra cosa durante estos años que darle vueltas al tarro sobre cómo y por qué me prendieron. Pero a lo que iba —ya habrán notado ustedes mi propensión a las digresiones y a los incisos, conque vayan acostumbrándose…

      Hacía más de diecinueve años que no había vuelto a ponerme delante de una libreta con el lapicero en la mano. Mucho tiempo, demasiado; así que el lector —si alguna vez esta historia consigue traspasar los barrotes y los muros de esta celda— sabrá perdonar mi pobre estilo y, sobre todo, si en alguna ocasión —como en la de arriba— me pierdo en disquisiciones. Son muchos años de pensar y de cavilar, sin soltar prenda.


Resultado de imagen de pensión madrileña años 50 blanco y negro      De ley es empezar por el principio que, en mi caso, es más bien el final: me llamo Antonio Gil Valdés y fui detenido el jueves 19 de julio de 1956, a las ocho menos cuarto de la mañana, en Madrid. Los golpes contra la puerta de la pensión y luego los pasos firmes y decididos por el pasillo tuvieron que advertirme del peligro. ¿Pero adónde ir y cómo salir del cuartucho de mierda que la Ogra me había alquilado por cuarenta duros al mes? Abrir la puerta de una patada, gritar mi nombre y ordenarme que me levantase en el acto y me vistiese, fue todo un parpadeo, cuestión de segundos. Apenas me dio tiempo a incorporarme en el lecho y ya el primer bofetón me arrojó de la cama, haciéndome aterrizar sobre la alfombrilla y el orinal, que volqué y ensució la esterilla e impregnó el cuchitril de un tufillo ácido, de espárragos. Me vestí entre espasmos y temblores —de miedo y de rabia—, bajo la furiosa mirada de un poli con cara de mala hostia y cubierto de correajes blancos, mientras otros dos arramblaban con la habitación: abrían las puertas del armario y los cajones y vaciaban la poca ropa y las escasas pertenencias que poseía, volcaban las dos sillas y desparramaban las carpetas, las libretas, la media docena de libros y los puñados de lápices que cubrían el pequeño escritorio ante la ventana, estrecha y sucia, que daba al patio interior. Algunos libros me los había dejado unos meses atrás Robert Taylor: a él se los habían traído de Argentina o México. Eran títulos prohibidos, obviamente… pero los cazurros de los guardias no iban a detenerse leyendo los títulos. Yo ya era culpable.

       Doña Concha hizo amago de emitir alguna queja, pero la saña con que los policías se empleaban y la cara de perro rabioso del que parecía el mandamás la hicieron desistir. Me sacaron a empujones de la habitación y del piso, sin permitir que me atacase los faldones. Bajé a trompicones la estrecha escalera del edificio y no sé ni cómo no me rompí la crisma con la barandilla metálica, porque, empujado sin miramiento en varias ocasiones, la golpeé más de una vez, como si fuera un huevo hervido que hubiese que romper con la frente, cuando era un muchacho e iba a comerme la mona a la sierra con las chavalas del pueblo.

      Me arrojaron de un empujón, aderezado con algún que otro puntapié, dentro de un furgón del que no recuerdo el color, pero sí el hedor a sudor y miedo que emanaba de su interior. Fui conducido al edificio de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, junto con otros dos individuos tan amedrentados como yo. Nunca más he vuelto a verlos: uno lloraba en silencio, torciendo el gesto en muecas grotescas que, en otra ocasión, me hubieran hecho reír, pero que en aquel momento hacían que mis esfínteres se dilatasen; el otro permanecía en silencio y con la cabeza gacha. En los sótanos de la DGS recibí una somanta de hostias de la que salí vivo de milagro; pero con los calzones sucios y una muela menos. Cuando paso la punta de la lengua por el hueco todavía me duelen las mejillas y las costillas, como si una punzada de dolor y de miedo hubiera sustituido a la muela. ¡Qué calor hacía ese día, rediós!

Resultado de imagen de carabanchel carcel      Dos días más tarde me obligaron a firmar una declaración cuyas palabras nunca recordé que dijera; aunque, sin duda, hube de proferirlas en aquellas horas de delirios y angustia, porque eran verdades como puños.

    Después —¿dos o tres días, una semana? Perdí la noción del tiempo— me llevaron ante un tribunal que me juzgó y condenó a cadena perpetua. Sé que ingresé en la prisión de Carabanchel el día 25 de julio de 1956, bajo un sol del copón bendito que hacía relumbrar las paredes encaladas y te obligaba a caminar entrecerrando los ojos porque era como si el cochino astro rey se hubiera instalado en las paredes altísimas del patio de la prisión. Y desde ese momento ni pude (no me dejaron durante los primeros años), ni quise (después había perdido la ilusión y las ganas) volver a escribir. Durante todo este tiempo me he sentido seco, hueco y asqueado, tan yermo como el patio por el que salíamos y salimos cada mañana, llueva o nieve o nos asemos bajo el sol, hastiado por todo lo que he observado en derredor. Tal vez sea el momento de llenarme de nuevo.

Un elenco de perros, Ed. Playa de Ákaba (en prensa, ya en pre-venta)

sábado, 25 de noviembre de 2017

VALLE-INCLÁN, recordando al genio


      Los españoles nos dividimos en dos grandes bandos: uno, yo, don Ramón María del Valle-Inclán y el otro, todos los demás.


    
     El año pasado celebramos el 80 Aniversario del fallecimiento del escritor gallego Ramón María del Valle-Inclán, que se correspondía también con el 150 Aniversario de su nacimiento en Arosa (Pontevedra). Sirva este artículo para recordar su inmensa figura y su gran obra.
    
Resultado de imagen de valle-inclán    Nuestro autor realizó sus primeras armas literarias como articulista, en 1888, en una revista de Santiago de Pontevedra, donde estudiaba Derecho (que nunca terminó). Desde entonces hasta el día de su muerte no cesaría de escribir y publicar.
     
     Por encima del autor de novelas y cuentos, del periodista, corresponsal de guerra y crítico literario, del dramaturgo, del poeta y ensayista —pues todos y cada uno de estos géneros cultivó—, Valle-Inclán fue, ante todo y ante todos, un consumado actor. Inventó su propia biografía, y su llamativo aspecto —larga barba de chivo, antiparras, esclavina y capa negra española— fue la máscara del personaje tras la que ocultó su genialidad.

    Mentiroso y fantasioso ante las preguntas, bohemio y ave nocturna contra su siglo, serio y disciplinado en su trabajo, Valle-Inclán es el prototipo del escritor que sabe el alcance de su genialidad y, en consonancia, la explota y extrae de ella la mayor cantidad posible de jugo. A este respecto es ya clásica la historia de su manquedad. Preguntado por ella, Valle-Inclán relataba una increíble y fantástica historia de selvas y leones: perdido en aquellos parajes y viéndose acorralado por las fauces de un hambriento león, nuestro autor creyó conveniente cortarse su brazo izquierdo y lanzárselo al felino, el cual, entretenido con el manjar, permitió la fuga del autor gallego. La realidad, por supuesto, fue mucho más prosaica y zafia: una riña en un bar con un crítico fue el origen de una herida que, con el tiempo, se infectó y engangrenó, concluyendo con la amputación del brazo.

      Entre 1990 y 1994, Círculo de Lectores llevó a cabo una cuidada edición de las obras completas de Valle-Inclán, prologando cada volumen los más destacados especialistas. La colección se compone de treinta tomos cuya descripción es como sigue: 65 centímetros de longitud, diez kilos y medio de peso, 6.650 páginas en total, de las que 1.137 corresponden a los prólogos e introducciones de los estudiosos; lo cual da un total de 5.513 páginas escritas por nuestro autor.

      Aquel que guste de los motivos decorativos se quedará, sin duda, en el aspecto externo. Aquel que dé un paso más comprobará que estos treinta tomos con sobrecubierta de color verde esconde bajo sus tapas: catorce novelas, tres poemarios, un ensayo, una recopilación de artículos periodísticos, cinco libros de cuentos y veintiuna piezas teatrales. Aquel que —siendo lector— pretenda adentrarse en estas medidas y dimensiones, en los distintos géneros literarios que las abarcan, encontrará un mundo plural y variado, una caterva de personajes nobles y también execrables, una infinidad de situaciones grotescas, románticas, sensibles y chocarreras; aderezado todo ello con la prosa más brillante de la primera mitad del siglo XX.

     
Una somera mirada a los títulos de sus obras nos revela varias características: el gusto por los subtítulos —los cuales aparecen en más del 95% de sus obras—, como si Valle insistiera en centrar convenientemente el tema de estas; la consecución de cualquier género literario, aunque los dos predominantes sean la novela y el teatro; la inclinación a agrupar sus obras en conjuntos compactos y completos, bien en tetralogías —las Sonatas—, bien en trilogías —La guerra carlista, Comedias bárbaras, Martes de carnaval (tres esperpentos), El ruedo ibérico, Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte (cinco dramas) y Tablado de marionetas (tres farsas)—, lo cual nos acerca a otro autor de su misma generación, Pío Baroja; y, finalmente, un gusto por el elitismo, por las voces que conduzcan al lector hacia muchos y tiempos ancestrales, a veces con seriedad y otras con intención de ridiculizar.

     Su producción se agrupa en dos grandes periodos:

     El primero va desde 1895, fecha de su primera publicación —el libro de cuentos Femeninas. Seis historias amorosas— y llega hasta 1920,  con la aparición de su tercer y último libro de poemas, El pasajero. El segundo periodo comprende desde este año hasta la fecha de su muerte.

     Este primer periodo, que algunos califican de Modernista, es el más prolífico del autor. Desde su primera obra, escribe y publica sin descanso. A veces, incluso llega a publicar tres obras en un mismo año. Su prosa, reflejo de las inquietudes del final del siglo, se recrea en un mundo de sensaciones, de paisajes de ensueño o de pesadilla. Su postura modernista le obliga a edificar un mundo sustentado por la estética y la sensualidad, sin correlato con la realidad. A su primer libro de cuentos, ya citado, se unen otros dos: Epitalamio. Historias de amores (1897) y Jardín Umbrío. Historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones (1903). Pero sobre todo serán las Sonatas donde Valle-Inclán va a exponer su poética y a dar rienda suelta a su afán por alcanzar una obra meramente estética y, por tanto, inútil en su perfecta belleza.

     Las Memorias del marqués de Bradomín suponen una utilización exquisita de los elementos de la estética prerrafaelista y decadente, del simbolismo y la hagiografía más intrínsecamente medieval y castellana. Todo cabe en ellas: sacrilegios, fornicaciones, adulterios, robos, crímenes, incestos, necrofilia… Cada una de las cuatro novelas que conforman esta tetralogía — Sonata de Otoño (1902), Sonata de Estío (1903), Sonata de Primavera (1904) y Sonata de Invierno (1905)— es un laberinto formado por guiños al lector e ironías sobre los propios personajes y sobre la estética modernista, a la que se inscriben con todo merecimiento.

    Valle-Inclán plama en sus Sonatas las ideas ortegianas sobre la deshumanización del arte y la novela lírica: esta es entendida como algo cerrado, que no ha de ampliar horizontes, sino reducirlos, como un mero —pero perfecto— juego estético, regodeándose en sus logros sonoros y visuales. Aunque se inscriben bajo el título de Memorias, y aunque cada una de ellas refiere un paralelismo entre las estaciones del año y las épocas de una vida (primavera: juventud; estío: plenitud; otoño: madurez; invierno: vejez), carecen del rigor y la exhaustividad subjetiva de la autobiografía y no son, ni muchos menos, un intento de recomponer la historia de una personalidad entera, pues únicamente atienden a un episodio erótico-sentimental. Las Memorias de Xavier Bradomín —“un don Juan feo, católico y sentimental»— son tan falces como su sonrisa.

    Mis manos, distraídas y doctorales, comenzaron a desflorar sus senos. Ella, suspirando, entornó los ojos, y celebramos nuestras bodas con siete copiosos sacrificios que ofrecimos a los dioses como el triunfo de la vida. (Sonata de Estío)

Resultado de imagen de valle inclan obras    Cada una de ellas se desarrolla en una geografía diferente, acorde con la edad del protagonista. Primavera acontece en una región de Italia, donde todavía predomina la religión y la superstición, y los paisajes adquieren tonalidades de relato lúgubre contado a un niño. Estío se desarrolla en la calidez y los sudores de la tierra mexicana, castigada por el sol y la sensualidad que aporta el clima tropical. Otoño tiene la lentitud y parsimonia de la tierra gallega donde ha lugar, entre pazos ancestrales y jardines devorados por la vegetación y la desidia. E Invierno nos trae la nieve en el cabello del protagonista y en las calles de Estella, en los descansos lánguidos y húmedos del conflicto carlista.

     La recreación de la corta del pretendiente don Carlos refleja la inclinación de Valle-Inclán por la causa carlista. La postura política del autor fue y ha seguido siendo objeto de muy diversas interpretaciones. No obstante, parece evidente que su tradicionalismo y su carlismo obedecieron principalmente a motivos estéticos, como su indumentaria, por ejemplo.
   
Yo hallé siempre más bella la majestad caída que sentada en el trono, y fui defensor de la tradición por estética. El carlismo tiene para mí el encanto de las viejas catedrales, y aun en los tiempos de la tguerra, me hubiese contentado con que lo declarasen monumento nacional. (Sonata de Invierno)

    La inclinación por el carlismo lo conduce a elaborar una trilogía compuesta por Los cruzados de la causa (1908), El resplandor de la hoguera (1909) y Gerifaltes de antaño (1909), donde relata episodios aislados de la contienda civil. La escasa consistencia argumental de estas novelas —sustentadas principalmente por la riqueza del lenguaje y la resurrección de vocablos rurales y arcaicos— las alejan de los ambiciosos proyectos de Galdós —Episodios Nacionales— y Baroja —Memorias de un hombre de acción—, deviniendo poco menos que en parodias de estas.

     La estética Modernista aflorará en sus tres libros de poemas —Aromas de leyenda. Versos en loor de un santo ermitaño (1907), La pipa de kif (1919) y el ya citado El pasajero (1920)—, convirtiéndose, paulatinamente, en una poesía de tintes esotéricos, conectando de ese modo con su ensayo La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales (1916). En él, junto a lo que algún crítico tildó de “esoterismo de pacotilla”, encontramos una profunda reflexión sobre el arte de la escritura y sobre la percepción del artista quien, enfrentado al devenir del Tiempo, debe arrebatar a este los objetos y las ideas, inmortalizándoles en sus obras. Esta lucha con el Tiempo es un rasgo característico del arte de fin de siglo y de la literatura Modernista: hasta la fecha, Valle ha preferido rescatar las cosas y objetos de un tiempo pasado, e inmortalizándolo dentro de la urna de un lenguaje alambicado, sutil y bello.

     A partir de 1920 se producirá un cambio en su obra: el Modernismo se convierte en una crítica, el evasionismo deviene en un enfrentamiento con la crudeza de la realidad. Esto se observa principalmente en Divinas palabras. Tragicomedia de aldea (1920). El mismo afán modernista que, en su primera época, le había incitado a ocultarse y evadirse se transforma, con el hallazgo de un nuevo lenguaje —sin duda influido por el Quevedo de los Sueños y el Buscón; y quizás por sus crónicas durante la I Guerra Mundial reunidas en La media noche (1917)—, en un enfrentamiento con el mundo. Ahora los problemas que antes prefería adornar se muestran grotescamente exagerados y deformados, produciendo —en el lector o el espectador el remordimiento de conciencia, los dardos de sus vocablos, la historia cruel y nauseabunda del niño hidrocéfalo disputado por sus familias y que termina devorado por los cerdos.

    El sentimiento iconoclasta de Valle en su afán por renovar la escena española se aprecia en estas declaraciones de 1922: «El teatro es lo que está peor en España. Ya se podían hacer cosas, ya. Pero hay que empezar por fusilar a los Quintero. Hay que hacer un teatro de muñecos».

    El propio autor agrupó sus 21 piezas teatrales en cinco grupos:
   
    a) El primer ciclo tendría un claro componente modernista e incluiría obras como El Marqués de Bradomín. Coloquios románticos (1906), Cuento de abril. Escenas rimadas de una manera extravagante (1909), Voces de gesta. Tragedia pastoril (1911) o El yermo de las almas (1908). Algunas de ellas son una adaptación de los temas y las formas de las Sonatas. Compuestas en verso, plasman unos ambientes idealizados, dentro de la tendencia evasionista de las primeras décadas del siglo XX.

    b) El segundo ciclo corre paralelo y contemporáneo al primero. Está formado por la trilogía de las Comedias bárbarasCara de plata (1922), Águila de blasón (1907) y Romance de lobos (1908)—. En una Galicia ahogada bajo las tradiciones ancestrales, la familia Montenegro —un padre y sus seis hijos— son la plasmación decadente de una estirpe y un modo de vida condenados a desaparecer. Las intrigas, los crímenes, las violaciones y un largo etcétera de atropellos son la carta de presentación del Mayorazgo y de su familia. Teatralmente son el primer intento de escapar del canon modernista.

     c) Ya dijimos que 1920 marcaba un año de inflexión en la obra de nuestro autor. Los cambios que había intentado fallidamente en las Comedias bárbaras alcanzan con Divinas palabras el éxito. Supone la obra el primer paso importante hacia el esperpento. De nuevo es la Galicia rural y empobrecida el telón de fondo ante el que se mueven unos personajes desquiciados, poseídos por la avaricia y la inmisericordia. Los personajes son meros animales que luchan entre sí en pos de un botín grotesco: el cuidado —y con él, las ganancias de la mendicidad de un niño hidrocéfalo, expuesto por las aldeas para conmover al pueblo.

Resultado de imagen de valle inclan obras    d) En 1926 y 1927 van a aparecer publicadas sendas obras, recopilaciones de piezas dramática anteriormente publicadas o representadas: Tablado de marionetas para educación de príncipes —compuesto por Farsa italiana de la enamorada del Rey, Farsa infantil de la cabeza del dragón y Farsa y licencia de la reina castiza— y Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte —compuesto por Ligazón, La rosa de papel, El embrujado, La cabeza del Bautista y Sacrilegio—. “Farsas”, “melodramas para marionetas” y “autos para siluetas”, todas estas obras suponen una fase pre-esperpéntica. Los personajes son entes vacíos de rasgos definitorios y propios, semejantes a títeres o marionetas, gobernados por un destino trágico y, la mayoría de las veces, grotesco.

    Las obras se mueven en un mundo infrahumano: así, en el Tablado de marionetas encontramos chulos que degüellan a sus oponentes, borrachos camorristas que mueren abrasados y abrazados al cadáver de su esposa, prostitutas enamoradas de la cabeza de un muerto, bandoleros que creen recibir el perdón religioso antes de recibir un tiro a bocajarro, niños secuestrados y atravesados por una bala perdida, seres poseídos por el maligno, mujeres que adquieren apariencia de can. Y en las “Farsas”, la mayoría de clara inspiración cervantina, hallamos ventas y monos adivinos, ciegos de romances, grandes señores con atavíos de pobres, bravucones huevos, generales temblorosos y con el estigma del moquillo, reyes que pretenden emparentar con bandoleros. La Farsa y licencia de la Reina Castiza se nos presenta como teatro político, anticipo de las novelas del El Ruedo ibérico, sátira del reinado de Isabel II, de quien se alude a su escabrosa vida erótica y a la indiscreción epistolar de la soberana, fruto de chantajes. En fin, una caterva de personajes y situaciones que solo nos pueden conducir al último ciclo teatral de Valle.

    y e) El esperpento representa la teoría dramática genuinamente valleinclanesca. Las cuatro piezas que plasman dicha teoría —Luces de bohemia. Esperpento (1924) y Martes de carnaval. Esperpentos (1930), que contiene Los cuernos de don Friolera, Las galas del difunto y La hija del capitán— suponen la cima teatral de nuestro autor. De nuevo, y como ya había anticipado en obra anteriores, el mundo reflejado es el de los bajos fondos: bohemios y sablistas, borrachos y proxenetas, prostitutas arrepentidas, organilleros ladrones, soldados bebedores y pendencieros.

Resultado de imagen de luces de bohemia esperpento     El primer esperpento, Luces de bohemia, es el más conseguido —y el más extenso— de todos ellos. El espectador o lector contempla las peripecias que acontecen al poeta ciego y pobre Max Estrella y a su lazarillo y amigo Latino de Híspalis, en una tarde y una noche por las calles, los bares e, incluso, las cárceles de Madrid. Empleando un lenguaje exageradamente poetizado —a tenor del argumento que expresa—, los personajes se convierten en monigotes grotescos, en animales regidos por un destino que los supera.

      «Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento», dirá en una ocasión el protagonista. E igualmente la realidad española también aparece reflejada en esos espejos deformantes: el ministro ladrón y corrupto, los taberneros falsos y timadores, los policías hipócritas y salvajes. La muerte, al alba, de Max Estrella, en un portal, abandonado de todos, es la plasmación del más negro pesimismo: al héroe ni siquiera le queda la posibilidad de luchar contra su destino, incluso se le despoja de la dignidad de su propia muerte.

      Paralelamente a la invención y consecución del esperpento en el ámbito dramático, Valle-Inclán inicia en la década de 1920 una nueva fase en su novelística, con la intención de superar la estética modernista que había prevalecido en sus anteriores novelas. Flor de santidad. Historia milenaria, escrita inicialmente en 1904, todavía se resiente de esta estética y emplea los recursos que ya habían aparecido en las Sonatas: la musicalidad, la plasticidad, la sutil elección de líricos adjetivos, la descripción preciosista del paisaje gallego; todo ello con la intención de crear una pátina de leyenda, de cuento folclórico, ancestral. No obstante, algunos rasgos marcan ya un cambio de rumbo: el gusto por la fragmentación y el empleo de capítulos muy breves, y la identificación del autor con las víctimas.

    Su siguiente novela Tirano Banderas. Novela de tierra caliente (1926) narra la historia de una dictadura en un imaginario país de Hispanoamérica. No son pocos los que la han considerado como la obra maestra de nuestro autor, y no por escasas razones: a la complejidad de su estructura —cuya acción se desarrolla en un espacio de tres días— se una le complejidad del lenguaje —especie de koiné inventada por el propio autor, quien, sobre la base del castellano peninsular, ha sumado una ingente cantidad de modismos de todos los países hispanohablantes—; igualmente debe considerarse el acopio de personajes que pueblan la obra —divididos en tres estadios sociales: el indio, el criollo y el inmigrante—, y el empleo temporal de la acción, confluyendo presente, pasado y futuro en un todo que nos da la imagen de la situación total, monumental y casi eterna.

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     Desde Miguel Ángel Asturias —El señor Presidente— hasta Vargas Llosa —La fiesta del Chivo—, pasando por Roa Bastos —Yo, el Supremo— y García Márquez —El otoño del patriarca—, la más reciente tradición de novelas sobre dictadores hispanoamericanos parece surgir de esta genial novela del autor gallego, no duda en beber de la historia canalla del dictador y general Santos Banderas —déspota de la imaginaria república de Santa Fe de Tierra Firme y de su familia (mantiene una relación incestuosa con su hija loca)—, enfrentado a sus oponentes con visos de redentores místicos, como don Roque Cepeda o Filomeno Cuevas, o adulado por los arribistas inestables y vividores, como el Cornelito de la Gándara. No obstante, aunque tema, argumento e incluso motivos han sido recogidos por otros autores, ninguno de ellos ha mostrado intención de emplear la técnica del esperpento. Tirano Banderas es el esperpento a la novela, lo que Luces de bohemia lo es al teatro. La animalización de los personajes, las situaciones grotescas, los diálogos deformes —gracias al componente lingüístico ya aludido— confieren a Tirano Banderas la categoría de novela única y magistral.

    Sin alterar el paso de rata fisgona, subió a la recámara donde se recluís la hija…
    —¡Hija mía, no habés vos servido para casada y gran señora, como pensaba este pecador que horita se ve en trance de quitarte la vida que te dio hace veinte años! ¡No es justo que dés en el mundo para que te gocen los enemigos de tu padre, y te baldonen llamándote hija del chingado Banderas!
    Oyendo tal, suplicaban despavoridas las mucamas que tenían a la loca en custodia. Tirano Banderas las golpeó en la cara:
    —¡So chingadas! Si os dejo con vida, es porque habéis de amortajármela como un ángel.
    Sacó del pecho un puñal, tomó a la hija de los cabellos para asegurarla, y cerró los ojos. Un memorial de los rebeldes dice que la cosió con quince puñaladas.

     Un año después de la publicación de esta novela, Valle-Inclán inicia un ambicioso proyecto que la muerte le impedirá llevar a buen término. El Ruedo ibérico debía abarcar el periodo comprendido entre los meses previos a la revolución de septiembre de 1868 y la pérdida de Cuba en 1898. Similar a los Episodios Nacionales, el proyecto estaría compuesto por tres trilogías. Valle-Inclán no pudo concluir ni tan siquiera la primera de ellas. A La corte de los milagros (1927), Viva mi dueño (1928) y la inconclusa Baza de espadas (1932) debe sumarse la póstuma El trueno dorado (1936) —obra que es una ampliación de uno de los capítulos de La corte de los milagros.
   
    Como ocurría con Tirano Banderas, el lenguaje, fuertemente contaminado por los rasgos esperpentizantes, se convierte en el máximo protagonista de estas novelas históricas: las rivalidades entre moderados y progresistas, el carácter “castizo” y dudoso de la reina Isabel II; los frecuentes pronunciamientos de generales o sargentos; la influencia eclesiástica en las cuestiones de estado y las trifulcas entre los privados que se turnaban en el favor de la reina; no merecen sino el tratamiento que el esperpento de Valle-Inclán les otorga. De nuevo los personajes se comportan como títeres, absurdos muñecos deformes y grotescos, ciegos ante la historia que los contempla e ignorantes ante el futro que se les avecina y terminará engulléndolos. Así comienza la primera de las novelas de este ciclo: «El reinado isabelino fue un albur de espadas: Espadas de sargentos y espadas de generales. Bazas fulleras de sotas y ases».

      Las dotes estilísticas de su prosa y el sentimiento trágico de la realidad española que se desprende de su obra —afín a sus compañeros de la generación del 98— convierten a Valle-Inclán en uno de nuestros mayores escritores; aunque su importancia universal se ve en menoscabo debido, paradójicamente, a la complejidad y belleza de su estilo, como ocurría con Góngora o Quevedo, que lo convierte en un autor prácticamente intraducible.