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viernes, 12 de febrero de 2016

MORIRÁS MUCHAS VECES, un fragmento de la nueva novela


     MORIRÁS MUCHAS VECES

será publicada próximamente por la editorial Agua Clara.
Aquí podéis leer un extracto de la novela. Espero que os guste...


     Luis Maturana cargó el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda y aguardó. Permanecía erguido en la oscuridad más completa, en el interior del dormitorio, junto al interruptor de la luz. Su hombro izquierdo rozaba la pared y la mano derecha sostenía con firmeza el estilete. Estaba tranquilo: había esperado otras veces con el puñal entre sus dedos. Era la espera del asesino.
    
     Escuchó cómo el engranaje del ascensor se ponía en funcionamiento. Pronto terminaría la espera. El sonido de la puerta del ascensor al abrirse le llegó lejano, atenuado por la distancia y el obstáculo de otras puertas; luego oyó los pasos en el corredor. El tintineo de unas llaves le hizo respirar hondo. Apretó el puño que sostenía el arma.
     
      Al fondo del pasillo se abrió la puerta y se hizo la luz casi al instante. La mujer no tardaría mucho en entrar en el dormitorio. La puerta del piso se cerró de nuevo. Desde la oscuridad protectora escuchó los pasos rápidos, casi desesperados, la tapa del retrete al levantarse y el chorro de orín contra la loza y contra el agua. Tras tirar de la cadena era el momento en que la mujer entraría en la habitación; y así fue.

     Luis Maturana distinguió la silueta en el quicio de la puerta: la figura de mediana altura, delgada y estilizada; el pelo largo y lacio, negro por efectos de la oscuridad. Percibió la mano que tanteaba en la pared buscando el interruptor. Lo halló y se hizo la luz. Entonces el asesino dio un paso al frente mientras levantaba el brazo que sostenía el arma, giró hacia la izquierda sobre la punta de sus zapatillas y lanzó el brazo derecho contra el cuello de la mujer. Una vez.

    Unos ojos sorprendidos y un grito débil, ahogado. Al extraer el estilete la sangre brotó con la fuerza de un chorro de champán agitado. Maturana entornó los ojos al sentir la calidez del líquido golpear su rostro, deslizarse por sus mejillas. Otra vez: volvió a lanzar el brazo hacia el cuello, consciente de que había errado la víctima, comprendiendo que quien se desangraba no era una mujer, sino un jovenzuelo lampiño y con melena.

     El muchacho retrocedió unos pasos hasta chocar contra la pared del pasillo. Extendió el brazo derecho y abrió la mano con los dedos crispados. La sangre se deslizaba por su camisa verde. El cabello se había mojado y comenzaba a apelmazarse. Abrió la boca en un intento por hablar, pero su cuerpo, ya sin vida, resbaló lentamente por la pared hasta quedar sentado, con las piernas abiertas y la cabeza caída hacia delante, contra el pecho, sobre un charco rojo y viscoso que iba creciendo.

       Se había precipitado...