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miércoles, 30 de noviembre de 2016

MIGUEL CATALÁN, EL HOMBRE QUE DISECCIONA LAS MENTIRAS



Sin prisa pero sin pausa, como la gota de una clepsidra o la arena de un reloj barroco, el filósofo Miguel Catalán (Valencia, 1958) ha creado una obra sólida e ingente que abarca desde la colección de aforismos, el relato corto y la novela, hasta los ensayos o las traducciones de autores como Kraus o Frary.


Resultado de imagen de miguel catalán gonzález     Acostumbrados a una cultura mediática en la que solo existen los oropeles de la televisión o las polémicas periodísticas, el trabajo infatigable de Miguel Catalán reivindica un espacio en la periferia, lejos de las portadas o los exabruptos, un prestigio ganado a pulso con la constancia y la labor seria y rigurosa.

     G. K. Chesterton, que lamentaba no haber nacido junto al Mediterráneo, hubiese deseado ser Miguel Catalán. Salvo en el gusto que el escritor inglés tenía por la polémica, Catalán tiende cada vez más a parecerse a él en la inmensidad de su obra, en la capacidad de trabajo, en el gusto por las paradojas, en la predisposición a continuar aprendiendo. Preguntado sobre el papel de la Filosofía en una actualidad que ha sustituido a Dios por la Tecnología, el reposo por la prisa, Catalán es claro: “Filosofía significa amor a la sabiduría, un afecto cognitivo que constituye el motor de la evolución personal. Tiene el valor insustituible de la pregunta autónoma por debajo de las verdades aceptadas e impartidas, la inquietud que lleva al pensamiento propio más allá del dictado de la autoridad y el marasmo de los intereses creados”. Es decir, Filosofía es libertad.

    Junto a casi un centenar de artículos en prensa y revistas especializadas, Catalán ha ido  consolidándose a través de la labor callada y constante como un ensayista riguroso. Desde Pensamiento y acción (1994), su tesis doctoral sobre John Dewey, han sido veinte títulos de no ficción los que ha dado a luz este escritor incansable, amante de los aforismos y las paradojas. Diccionario de falsas creencias, El sol de medianoche, La ventana invertida y La nada griega son algunos títulos. Mención aparte merece la magna Seudología, un tratado ambicioso en torno a la mentira en sus múltiples y variadas formas. Preguntado sobre el origen de esta obra, Catalán responde:  “Mi primer texto sobre la mentira fue un artículo sobre el autoengaño que apareció en 1995 en la revista de Gustavo Bueno El Basilisco. Se titulaba “El prestigio de la lejanía” y estudiaba el impulso que nos lleva a huir de nosotros mismos emplazando en un lugar remoto la perfección que hemos renunciado a lograr en nuestra vida cotidiana. Con el tiempo, El prestigio de la lejanía sería el título del primer tomo de Seudología”. Con él consiguió, en 1999, el Premio Internacional de Ensayo Juan Gil-Albert. La maquinaria se había puesto en marcha. Las editoriales Ronsel, Muchnik, Siruela y sobre todo Verbum, que ha reeditado también los primeros títulos, publicaron los cinco volúmenes siguientes de Seudología: Antropología de la mentira, Anatomía del secreto, La creación burlada, La sombra del Supremo y Ética de la verdad y de la mentira. Una serie que irá creciendo con el tiempo y que no ha dejado de proporcionarle alegrías a su autor: Premio de la Crítica Valenciana al mejor ensayo en 2004 y 2012; Premio Internacional de Ensayo Juan Gil-Albert también en dos ocasiones, 1999 y 2007; Premio de Ensayo Alfons el Magnànim en 2001 y Premio Juan Andrés de Ensayo en 2014.

      Miguel Catalán nos habla del plan general de Seudología que abarca 22 volúmenes, de los que ya se han publicado seis. “Estoy a punto de concluir el séptimo y el octavo, porque abordan dos partes del mismo tema, la mentira política. Los catorce restantes se compondrán, si la salud acompaña, a un ritmo de uno al año, porque la fase de documentación está avanzada en todos ellos. Respecto a los temas, son todos aquellos que afectan a las ciencias humanas bajo un enfoque transversal e interdisciplinar: la antropología, la mitología, la religión, la ética, la política, la diplomacia, el arte y la literatura, el mundo de los negocios y las profesiones, pero también la esfera de los sentimientos y las relaciones personales, de la traición al sexo y el amor. Me gustaría acabar con la mentira por amor, la más admirable de todas”.

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      Pero no solo de filosofía vive el hombre, y Catalán ha ido alternando el ensayo con la ficción narrativa a través de colecciones de relatos como Breve historia (2001) o novelas como El último Juan Balaguer (2002) y Perdendosi (2016): una narración deliciosamente íntima, con una voz inolvidable que camina por las páginas del libro bajo la sombra magistral de Mann y Sebald. Porque, como admite nuestro autor, “la narración cubre una necesidad en mi economía espiritual que no cubre la escritura teórica. Escribo relatos y novelas a escondidas de mí mismo, como ese fumador que tiene los bronquios dañados y sigue aspirando lo que no debe. Escribir ficción es un vicio, urgido por el peligro y el placer”.

        Miguel Catalán es una voz plena, autónoma y seria: un lujo para nuestra cultura.

viernes, 4 de noviembre de 2016

Los amigos del crimen perfecto, de Andrés Trapiello


LA DIFICULTAD DEL EQUILIBRIO


      Aunque nunca haya aparecido en los puestos señeros de la literatura actual y siempre se haya colocado al margen del denominado “Grupo leonés” ¾Aparicio, Mateo Díez, Merino y Llamazares¾, el nombre y la obra de Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 1953) se han labrado un merecido prestigio. Este leonés silencioso pero prolífico, de rostro reflexivo y actitud tranquila, ha probado todos los géneros excepto el teatral. Se dio a conocer mediante una serie de poemarios ¾Junto al agua (1980) y Las tradiciones (1982) ¾ en los que se advirtió ya el gusto por lo descriptivo y la sabia creación de ambientes.
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       Ya en la década de 1990 comenzó su afición al ensayo y sus colaboraciones en la prensa: Clásicos del traje gris, Sólo eran sombras, el extraordinario Las armas y las letras y Los hijos del Cid, son algunos de los muchos títulos publicados hasta el día de hoy. Ese mismo año inició una empresa tan ambiciosa como “extraña” dentro del panorama español: la publicación de un diario literaturizado cuyos tomos ¾dieciocho hasta la fecha¾ se agrupan bajo el título general de Salón de pasos perdidos.

           En lo concerniente al género novelístico, Los amigos del crimen perfecto es su quinta obra, y con ella obtuvo el Premio Nadal 2003. Su primera incursión en el género llegó en 1988 con La tinta simpática; a la que siguieron El buque fantasma (1992) y La malandanza (1994), novelas ambiciosa y en cierto modo imperfectas: argumentos corales que mostraban personajes planos, estructuras confusas. Días y noches (2000) fue su mejor logro: una novela modélica y redonda.

      En cambio Los amigos del crimen perfecto adolece de las mismos defectos que el resto de su producción: unos personajes demasiado planos, poco convincentes; unas ambiciones temáticas que no se ven correspondidas por la calidad del material elaborado; unos arranques esperanzadores que decaen y unos argumentos que confunden al lector. Todo ello podría ser perdonable en otro momento, pero el hecho de que Los amigos del crimen perfecto haya obtenido el prestigioso Premio Nadal hace surgir en nosotros dos temores: uno, la honestidad del “mercado-circo” de los certámenes ¾una duda que va en detrimento de autor, editorial y jurado¾; y dos, el miedo a que realmente la novela de Trapiello haya sido la mejor de entre las presentadas (imaginamos que varios cientos) ¾lo cual puede interpretarse como una señal de alarma sobre la dudosa calidad de la narrativa española actual.


Ni homenaje ni parodia... sino todo lo contrario.

       La estructura explícita y externa de la novela no ofrece dudas: se halla esta compuesta por trece capítulos sin numerar, agrupados en tres partes aparentemente arbitrarias e injustificadas. Narrada en tercera persona, la novela se muestra como una obra coral, con casi una docena de personajes, entre los que sobresale el protagonista Paco Cortés, escritor de novelas policiacas de serie b (o z).

Resultado de imagen de los amigos del crimen perfecto      Las dudas comienzan ya con el tratamiento del tiempo: principia la novela con el recordado 23-F y se alarga, mediante saltos y elipsis poco menos que caprichosas, hasta mediados de 1983. Hay momentos en los que dos oraciones resumen atribuladamente seis meses de hechos; mientras que, en otras ocasiones, los diálogos se alargan como chicles.

      La sucesión de las acciones narradas no obedece, tampoco, a ningún propósito, y los flashbacks ocupan casi la mitad de la obra. En ocasiones se recurre a anticipaciones dignas de folletín, o a cambios de tiempo verbal (utilizando el presente) que confunden al lector o, al menos, parecen prometerle nuevas expectativas... que luego no existen. Hay, incluso, confusión en los nombres de ciertos personajes: quien era Remigio, pasa a llamarse, cien páginas más adelante, Primitivo.

      A lo largo de los dos años que dura la fábula, asistimos a la descripción de infinidad de sucesos: la vida en la editorial en la que trabaja el mentado Paco Cortés (unas escenas que recuerdan pasajes de la novela policiaca El círculo se estrecha del británico Julian Symons); su inestable vida matrimonial y su relación con su esposa y su hija; las reacciones de los personajes ante el fallido golpe de Estado; la caricaturización de don Luis, el suegro del protagonista, un policía fascista y antediluviano (quizás el retrato más conseguido por lo que tiene de bufonesco y exagerado ¾y lamentablemente de real¾); las vidas ¾contadas a retazos, sin orden, en una confusión demasiado precipitada¾ de los amigos de Cortés, que conforman la tertulia de los amigos del crimen perfecto, consagrada al comentario de las novelas policiacas: el abogado pusilánime y vergonzoso (Perry Mason), el jovenzuelo ambicioso e inquieto (Marlowe), el policia que busca una alternativa literaria a la dura realidad (Maigret), la anciana rica que quiere olvidar su edad (Miss Marple), el joven provinciano que busca el antídoto a la soledad urbana (Poe)... y otros que van apareciendo esporádicamente, sin orden ni concierto, como si Trapiello los fuera imaginando sobre la marcha.

        Como propósito, la empresa es digna. Pero la solución (no al crimen planteado, sino a la propia elaboración de la novela) es demasiado descoyuntada, desequilibrada. Desde luego no nos parece una parodia, a no ser que se entienda que escribir una torpe novela policiaca es realizar una parodia del género. Y en cuanto a ser un homenaje: bueno... con amigos así... Hay un asesinato (¡al fin!), pero tras doscientas páginas de reflexiones típicas y tópicas, tras la cita (cuando no copia, aunque declarada) de postulados de autores clásicos del género (que por cierto se citan mal; aunque queremos creer que se debe a una errata de imprenta).

      Parece como si Trapiello se hubiera levantando un día con el título en la mente y luego hubiera escrito la novela: de tal modo que lo policiaco deviene en una mera excusa (y, por consiguiente, deficiente). Porque cuando el autor realmente disfruta (y con él, nosotros), donde hay momentos dignos de alabanza es al sumergirse en la vida sentimental de los personajes (Paco y su esposa; doña Asunción y el despótico don Luis; Poe y la nórdica Hanna). También se observa la comodidad de Trapiello cuando se mueve en las descripciones de la Guerra Civil (y de sus estragos), en los años de la represión: dichos momentos destilan el sentimiento y  la crítica contra la hipocresía de alguien que ha reflexionado sobre nuestro pasado más reciente. Solo ahí se justifica, quizás, esta novela fallida y desiquilibrada, con más sombras que luces.

     Lo demás: el asesinato y las diversas soluciones apenas son creíbles; se nos aparecen como cogidas con alfileres, como lastres o compromisos que el autor ha tenido que introducir para justificar el título. La parte última de la novela ¾la más ágil y quizás mejor resuelta¾ se parece en demasía a Soldados de Salamina.


      De su lectura se desprende que ni siquiera el autor ha creído en su obra. Homenaje y parodia, a veces, son términos demasiado unidos: hay que querer y conocer aquello que se ama u odia. El principal defecto de Los amigos del crimen perfecto es la falta de seriedad y credibilidad (quizás por pretender ambas cualidades en exceso). En ocasiones hay que reírse de uno mismo: pero incluso entonces, las risas deben ser serias y verosímiles.

Andrés Trapiello,

Los amigos del crimen perfecto, ed. Destino, 2003.

sábado, 29 de octubre de 2016

BOB DYLAN, un galardón con muy mala leche


     La sorpresa saltó: la Academia Sueca otorgaba, el pasado octubre, el Nobel de Literatura al cantautor (y poeta) Robert “Bob” Dylan por, según palabras de los académicos nórdicos, “haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción”. Los chistes no se hicieron esperar. Las redes sociales echaron humo comentando la decisión de los sabios suecos. Algunos la criticaron, otros la alabaron. Como siempre, nunca llueve a gusto de todos. Las librerías tendrían que comenzar a vender discos de Dylan pensando en el regalo navidadeño (junto al Premio Planeta y el último de Pérez-Reverte, claro; que tienen que ser la leche de originales y de “sorprendentes”, por cierto).

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      Entre los chistes que corrieron por Internet me hizo mucha gracia uno que me mostró mi amigo:

En la Academia Sueca, los sabios se reúnen para decidir al ganador.
-Se lo damos a Hamiku Kamuriki.
-No, es Muraki Hamikuri.
-Que no, que es Hairuki Murikiru.
-Que no, que ya está. A tomar por el saco. Bob Dylan, y se acabó.


No me dirán que no tiene su gracia.

      No voy a entrar ahora en la bizantina discusión sobre si Bob Dylan merece o no este galardón. Está claro que los académicos suecos son libres de hacer lo que les venga en gana.

     Lo que no muchas personas saben es que este premio encierra un lectura subliminar, un mensaje con muy mala leche dirigido a los literatos norteamericanos. Porque los datos no mienten: desde los años 60 del siglo anterior hasta nuestros días, la Academia Sueca no ha querido saber nada con los escritores norteamericanos. Vamos, que es más fácil que el próximo año gane el Nobel Georgie Dann, “por su inconmensurable contribución a la música verbenera y estival”, que algún autor de Estados Unidos.

     John Steinbeck fue el último escritor estadounidense en recibir el Nobel de Literatura, en 1962. ¡Hace la friolera de 54 años! En 1978 se lo dieron a Isaac B. Singer, pero sucede que aun siendo norteamericano escribía en yidish. Otro tanto podemos decir de Joseph Brodsky, un autor nacionalizado como estadounidense; pero que escribió su gran poesía en ruso. En 1993, hace 23 años, se lo dieron a Toni Morrison, también estadounidense, pero escritora que no escritor.

      Es decir, que los académicos suecos, dándole el Nobel a Bob Dylan, han venido a decir que, a menos que se descubra un fármaco que perpetúe la vida, ni Philip Roth, ni Thomas Pynchon, ni Paul Auster, ni Edmund White, ni John Irving, ni Richard Ford, por citar algunos de los más conocidos, todos ellos escritores norteamericanos en lengua inglesa, van a ser galardonados.

     Seguro que algún miembro de la Academia Sueca leerá este artículo y, solo para dejarme en mal lugar, para, como dicen en mi tierra, cagarme la cara, se lo darán el año que viene al antipático de Philip Roth. Si es así, el tipo me tendrá que dar las gracias.

martes, 25 de octubre de 2016

¿A QUE VA A SER VERDAD Y SHAKESPEARE NUNCA EXISTIÓ?

Recordaréis que en 2011 publicaba el libro "La segunda vida de Christopher Marlowe y otros relatos" (Ed. Instituto de Cultura Juan Gil-Albert) donde, entre verdades y ficciones, especulaba sobre esta posibilidad.
¡¡DA GUSTO ADELANTARSE A LOS ESPECIALISTAS!! jejeje
Aquí os dejo el enlace donde se "emparenta" a Marlowe con Shakespeare. ¡Y nada menos que lo hace la Universidad de Oxford! Habrá que creerlo, claro...

http://www.bbc.com/mundo/noticias-37754345?ocid=socialflow_twitter


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sábado, 22 de octubre de 2016

NADA, de Janne Teller


¿IMPORTA?

Resultado de imagen de nada janne teller    Publicada en nuestro país hace cinco años, la novela Nada, de Janne Teller (1964), vio la la luz de los escaparates daneses por vez primera a principios de los 90. Gracias a la contraportada me entero de que un montón de críticos la aclaman como una novela fundamental de nuestra época (“A la altura de un Premio Nobel”, afirma uno); la propia autora notifica que la novela tuvo (y seguirá tenido, imagino) muchos detractores: escuelas de Dinamarca y Noruega que la prohibieron a su alumnado (que me explique alguien cómo puedo yo prohibir un libro a mis alumnos… si antes no les he dicho que debían leerlo); librerías francesas que se negaron a venderlo (imagino que ganaban suficiente con otras ventas); padres alemanes impidiendo que sus hijos lo leyeran, aun siendo lectura escolar obligatoria (riete tú del follón de la LOMCE). En fin, como en otros casos no muy lejanos (Dan Brown y sus secuaces, por ejemplo), un montón de propaganda gratis para autora y para libro. De lo cual me alegro mucho: no solo de calidad vive el escritor. Yo no lo he comprado. Lo he sacado de la biblioteca de mi pueblo y lo he leído.

     La primera palabra que me viene a la mente tras concluirlo es DESCONCIERTO.

    Desconcierto porque no entiendo los vituperios exagerados (¿ha sabido alguna vez la gente la definición de “novela”?) ni los grandes elogios: el libro es notable, pero ya está. Tiene a favor la brevedad (que lo hace más contundente), el empleo de una prosa funcional (imagino que se deberá a que la historia la relata una muchacha de veintidós años, recordando los hechos acaecidos cuando contaba con catorce; o a que la autora no sabe hacerlo de otro modo, que también puede ser, claro), el atractivo punto de partida —nada original, por cierto; aunque, ¿qué hay de original en la literatura a estas alturas de la película?—: el adolescente Pierre Anthon llega a la conclusión de que en esta vida no importa NADA y se encarama a un ciruelo (¿y por qué no se ahorca de él?), desde donde empieza a lanzar dudas existenciales cual profeta nihilista —¿ningún crítico ha hablado antes de su ilustre antecesor: Cosimo Piovasco de Rondò quien, a los doce años, trepó a un acebo y no volvió a descender? Es El barón rampante (1957) de Calvino.

Resultado de imagen de nada janne teller      Desconcierto porque no sé si me gusta o no (se lee bien, no aburre), porque no sé si es una novela para la posteridad u otra más de las que leo al cabo del año; porque, en definitiva, no llego a captar el mensaje de la obra. Se me podrá decir que tal vez no haya: error. Hay novelas escritas para entretener; esta, desde su inicio (“Nada importa. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada. Eso acabo de descubrirlo”), apunta a obra con ambición trascendental. Los amigos de Pierre Anthon —o ni eso: sus compañeros de clase— deciden mostrarle pruebas de que SÍ hay cosas importantes. Igual que cuando se arroja una piedra en un lago y las ondas van creciendo y multiplicándose, la novela avanza progresivamente en una escalada de odio, crueldad y, finalmente, asesinato. Y aquí creo que está su mayor defecto: no me impresiona, no me afecta; si la autora pretendía preocuparme, no lo consigue… Esa prosa tan sencilla (barnizada con una pátina de religiosidad que recuerda al Hemingway de El viejo y el mar) muestra su trampa, su impostura: no es natural, sino el artificio del que se vale Janne Teller para dotar de “veracidad” sus palabras. Los personajes no están individualizados, personifican un sentimiento, una actitud vital: el patriotismo, la religiosidad, la cobardía, la dedicación al arte, la vulgaridad, la fortaleza, la homosexualidad, la paranoia, la crueldad… Valen como personajes de una fábula de Samaniego o de La Fontaine, pero con toda la ambigüedad de estos tiempos en donde los intelectuales parecen empeñados en no admitir el maniqueísmo ni en lo más evidente, pues se quedan un modo como meros monigotes.

     Voy a recomendarla a mis alumnos; les convenceré con que el libro es delgado, la letra es grande, hay mucho diálogo y los párrafos son breves; además, si no les gusta siempre puede servir para calzar una mesa. Espero que sus padres (no) se escandalicen. Tal vez alguien lo ha leído y me dé una alegría (por leerlo, claro). Quizás él o ella puedan ayudarme a entenderlo mejor, puedan mostrarme ciertos detalles que yo no he podido ver, me hagan solventen las dudas sobre ciertas inconsistencias argumentales —Pierre Anthon es derribado del árbol a pedradas; si nada importa, ¿por qué cura sus heridas?—. Estoy seguro de que, no siendo un adolescente, no he sabido captarlo en su totalidad. Va a ser eso, seguro. Y di no es eso... ¿qué importa?

Janne Teller,

Nada,  Seix Barral, 2011. 158 páginas.

sábado, 15 de octubre de 2016

CAROLUS REX, de Ramón J. Sender: el último de su estirpe


    Fue a mi amigo Emilio Soler a quien oí hablar por primera vez de la novela Carolus Rex. Ante mi visible interés, Emilio no solo me la recomendó, sino que me la prestó. Era un ejemplar de 1971, de tapa dura, gastado por el mucho uso y por los no pocos años, publicado por la editorial Destino en su colección «Áncora y Delfín». Después de leerlo, de casi devorarlo en apenas tres tardes, tuve —lamentablemente— que devolvérselo. En la ficha que hice a propósito del libro escribí: «Una novela para comprar, para subrayar todos los pasajes interesantes... que son la mayoría. Un libro de consulta imprescindible». Aquel deseo se hizo cuando Destino, con buen criterio, volvió a publicar una nueva edición dentro de su colección de bolsillo Destinolibro.
    Ramón J. Sender (1901-1982) publicó Carolus Rex en 1963 en México, donde había fijado su residencia tras el final de la Guerra Civil y su exilio. Escritor prolífico, el conjunto de su obra se resiente del extenso caudal novelístico. Y así, junto a obras señeras como Réquiem por un campesino español, las nueve novelas que componen Crónica del alba, o Mr. Witt en el Cantón, hallamos auténticos disparates como Los cinco libros de Ariadna.

     El reinado de los últimos Austrias —Felipe IV y su hijo Carlos II— ha sido con relativa frecuencia material literario. No es extraño: la decadencia siempre ha resultado ser más productiva, literariamente, que el esplendor. Así, a bote pronto, me vienen a la memoria tres títulos donde, de un modo u otro, se menciona el reinado de Felipe IV: Crónica del rey pasmado (1990) de Torrente Ballester; Las Meninas, pieza teatral de Buero Vallejo, estrenada en 1960; y, por último, la saga o ciclo de El capitán Alatriste que, casualmente (o no), comienza justo con el inicio del reinado de Felipe IV, que abarcó desde 1621 hasta 1665. Culturalmente fue el gran momento de España: Góngora, Lope, Quevedo, Villamediana, Calderón, Tirso, Ruiz de Alarcón, Moreto, Rojas Zorrilla, Gracián, Velázquez, Zurbarán, Ribera, Murillo; política, militar y económicamente fue uno de los momentos más bajos. El mandato de Felipe IV tuvo, al menos y como contrapartida, el esplendor cultural y artístico. El reinado de Carlos II — el Carolus Rex del título— ni siquiera tuvo eso: baste decir que el mediocre Bances Candamo fue nombrado dramaturgo oficial del rey, antes de morir quizás envenenado.

Resultado de imagen de carolus rex ramon j sender      Según advierte Sender al inicio de su obra, la novela intenta traducir, reconstruir e incluso glosar y aumentar, un informe secreto que, en 1680, Thomas Brown, embajador inglés en Madrid, envió a su soberano Charles II (hijo de aquel Carlos I a quien Cromwell mandó decapitar). Como advierte el propio Sender: «los hechos que cuento, aun los más inusuales, son ciertos». Y, conforme avanzamos en la lectura, la advertencia no cae en saco roto. Carlos II fue un rey —y un hombre— débil y enfermizo, coronado a la temprana edad de cuatro años (momento en el que tuvieron, forzosamente, que destetarlo). El último de una dinastía cuya sangre apenas se había regenerado, Carlos II fue el poso de los Austrias, el crisol de todos sus defectos y sus bajezas. El rostro que inmortalizó Carreño de Miranda —y que figura en la portada del libro— es el ejemplo de la decadencia de una estirpe: dotado de poca capacidad mental (a los nueve años todavía no leía ni escribía), poco menos que dejó hundirse un país que, ya de por sí, hacía agua por todas partes.
    Sender se centra en la relación entre el rey y su primera esposa, María Luisa de Orleans. No es, desde luego, una novela soberbia: la extrema meticulosidad de ciertos pasajes resta viveza a la narración; la opción —cuanto menos llamativa— de no dividir la novela en capítulos o fragmentos la dota de un cariz farragoso; el final extremadamente abrupto deja al lector con ganas de seguir adentrándose en aquella España chusca y grotesca, obsesionada por la religión y las supersticiones, desgobernada por un joven atemorizado por el fantasma de su padre.


     Si literariamente no es de lo mejor de Sender, como documento histórico no puede desperdiciarse ni una sola línea, ni una sola desgracia, ni una sola dramática carcajada.


Ramón J. Sender,

Carolus Rex,  Destino,2004. 228 páginas.

domingo, 9 de octubre de 2016

FANTASMAS DEL INVIERNO, de Luis Mateo Díez


Resultado de imagen de fantasmas del invierno luis mateo díez    Creo que fue el llorado Gila quien contaba el siguiente chiste: «En pleno invierno de postguerra española, un hombre, tiritando de frío, comenta a su compañero: ¡Qué ganas tengo de que llegue el verano para solo pasar hambre!». Una vez cierro esta (ya) vieja novela de Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) es la sensación del frío, del hambre, del silencio y del servilismo más patético y denigrante la que me atenaza. A lo largo de 100 capítulos agrupados en tres partes, Mateo Díez realiza todo un ejercicio de encaje de bolillos para hacer desfilar ante nuestros ojos una cantidad ingente de personajes (todos, como siempre, con esos nombres tan peculiares y queridos al autor) que arrastran sus miedos, sus frustraciones y sus remordimientos en una ciudad ya mítica, Ordial.

     Fantasmas del invierno es, como todas las novelas del académico Luis Mateo Díez, una obra difícil bajo una apariencia de lo más sencilla; o lo que es lo mismo: un lobo con piel de cordero. No hay experimentos editoriales ni extensos párrafos digresivos (pienso en las producciones de Muñoz Molina o Javier Marías, por poner un ejemplo); por contra, la prosa de Mateo Díez discurre de una manera “visualmente” sencilla. La dificultad proviene de otro ámbito: su discurso se forja a modo de mosaico, narrando los hechos desde puntos de vista diferentes. Junto a la narración canónica realizada en tercera persona, el autor intercala fragmentos en primera persona procedentes del diario íntimo de Voldián Peña, uno de los personajes. Sucesos cuya narración se ve truncada, se resuelven decenas de páginas más adelante, acoplándose como las piezas de un mecano.  Díez vuelve a jugar con el lector al presentar una narración elíptica que deviene en mecanismo de perfección y donde no parece sobrar una pieza. Pero no es sencillo hacerlas encajar: el lector ideal del autor leonés es un “lector macho” a la manera de Cortázar. El disfrute no va reñido con la actividad y el trabajo; el ocio y la relajación no existen en las lecturas de las novelas de Luis Mateo Díez. De ahí, quizás, que resulte de difícil acceso al gran público.

       En Fantasmas del invierno no hay un hilo argumental que prevalezca, una columna vertebral que sostenga el edificio de la novela, a menos que aludamos a la sensación de miseria (económica, moral, física e, incluso, geográfica) que puebla sus más de 300 páginas. En el invierno de 1947 la nieve no deja de cubrir la ciudad de Ordial. El hambre no solo atenaza a sus pobladores, incluso los lobos que viven en las sierras circundantes deben bajar a la ciudad o bien para buscar comida desesperadamente, o bien para domesticarse y recibir las dádivas pertinentes. Durante esos meses varios sucesos soliviantan a la población: a la invasión de los lobos se une el asesinato de un niño del hospicio y la entrevista, en una emisora clandestina, que concede alguien que dice llamarse el Diablo. Junto a estos grandes trazos, el escritor hace desfilar ante nuestros ojos gran cantidad de personajes y situaciones.

     En una escena cómica y trágica asistimos a la inauguración de un pantano y al peculiar banquete que los gerifaltes locales ofrecen al Caudillo; nos sumergimos en el diario de Voldián, el boticario, quien utiliza la literatura para acallar los fantasmas del remordimiento; contemplamos la figura lánguida y atemorizada del morfinómano Oridio; dudamos ante la esquizofrenia del aviador alemán Klüber; sonreímos con los trapicheos del estraperlista Benicio el Cojo; nos compadecemos ante las vicisitudes de los carteristas Emilio y Mansalva; la expresión triste de la prostituta Dorela parece esconder un secreto que queremos desvelar; los subterfugios del topo Marisma y sus salidas nocturnas son la ración de angustia que necesitamos para no abandonar la lectura; nos identificamos con la figura parsimoniosa y los paseos y las deducciones del comisario Moro.


     Son muchos más los personajes y los acontecimientos que pueblan el invierno eterno de Ordial. Un desfile más trágico que cómico de vidas grises, truncadas y cojas en una ciudad de provincias donde ni siquiera la nieve puede hacer desaparecer el olor a col hervida, el hedor a hambre, a miedo... 

Luis Mateo Díez,

Fantasmas del invierno, Alfaguara, 2004. 362 págs.