portada

portada

sábado, 7 de marzo de 2015

DISECCIONANDO AL INSPECTOR DUARTE



    Comencé a escribir La última semana del inspector Duarte en las Navidades de 2010 y la terminé en febrero del año siguiente. Es decir, alrededor de dos meses. Dicho así puede parecer muy poco tiempo, y realmente lo es; pero sucede que en realidad empecé a escribirla en el año 2000. Qué lío, ¿verdad?
    En febrero de 2000 comencé a trabajar como profesor de Secundaria en diversos institutos de Andalucía. Era mi primera experiencia como docente y, para qué ocultarlo, en la universidad nos habían llenado la cabeza de conceptos y datos, pero no nos habían dicho cómo debíamos enfrentarnos a unos alumnos adolescentes tan cargados de energía que les rezumaba por las orejas. En fin, que allí estaba yo delante de una treintena de chavales y chavalas intentando que no se me notasen mucho los nervios y, al mismo tiempo, procurando transmitirles mi amor por la literatura.
   Muy pronto advertí que eran más bien pocos (casi ninguno, aunque siempre había alguna excepción, claro está) los que disfrutaban leyendo. La falta de hábito lector desembocaba irremediablemente en la acumulación de faltas de ortografía. Mi cometido era doble: aficionarlos a la lectura y, al mismo tiempo, enseñarlos a escribir con el menor número de faltas posibles. Se me ocurrió una idea: les daría a conocer un relato breve (nunca más de una página) que careciera de final; el alumno tendría que leerlo y escribir el final. Acudí —adaptándolos para que no excedieran del tamaño que me había fijado— a Borges y a Cortázar, a Monterroso, a Las mil y una noches, a viejas leyendas nórdicas y a otros muchos autores. En un momento dado yo mismo escribí un cuento. Como siempre me ha gustado la novela de misterio y, más en concreto, la novela-enigma (a la manera de Agatha Christie, Ellery Queen o S. S. Van Dine, por citar solo algunos nombres), escribí un breve relato: «Un caso del inspector Méndez». Con él obligué a los alumnos a leer con más atención, puesto que para continuar el relato y hallar la correcta solución debían encontrar las pistas diseminadas por entre las líneas de la narración. Me enorgullezco en afirmar que fue todo un éxito. A este primer caso del inspector Méndez siguieron otros más: «El inspector Méndez y el caso del secuestro», «El inspector Méndez y la enfermera»… Aquellos que fueron mis alumnos lo recordarán. ¿Qué mejor premio puede recibir un profesor que este?
    Han pasado quince años y todavía los casos/relatos del inspector Méndez siguen circulando por mis clases y continúan sirviéndome como instrumento muy eficiente para incentivar la afición lectora de mis alumnos y mejorar su ortografía.
    En las Navidades de 2010 me hallaba en pleno proceso creativo: estaba ultimando (releyendo y corrigiendo) una novela —Morirás muchas veces; que todavía sigue inédita— y escribiendo Puzle de sangre al alimón con Mario Martínez Gomis. ¿No habéis sentido que cuando más cosas tenéis que hacer (exámenes, trabajos), más os apetece hacer otras cosas distintas? Pues eso fue lo que pasó. Una mañana en que me levanté tardísimo porque estaba de vacaciones y me había acostado a horas intempestivas corrigiendo mi novela, decidí que merecía un respiro, un descanso. Había enviado un capítulo de Puzle de sangre a Mario y este todavía no me había contestado. Decidí tomarme un descanso…
     Hay quien descansa paseando, tumbado en sofá, yéndose al bar, contemplando una película… Yo descanso leyendo y escribiendo. La última semana del inspector Duarte es mi particular descanso del guerrero. Pensé que si unía cuatro casos del inspector Méndez y convertía a este en el inspector Daniel Duarte —porque ya había otro Méndez pululando por otros libros— la cosa podría funcionar. Y acerté.
    Recuerdo con especial agrado las tardes de escritura, el modo en que las cuatro historias debían estar imbricadas a la perfección para que el resultado no pareciese forzado. No sé si lo he conseguido: es el lector quien debe juzgarlo.
    En La última semana del inspector Duarte hay un secuestro, un par de asesinatos, mucha deducción y ningún tiro, ni persecuciones, ni mujeres fatales. No es novela negra, ni pretendió nunca serlo. Frente a los extremos de Puzle de sangre, La última semana del inspector Duarte puede resultar incluso demasiado inocente. Es mi particular homenaje (seguro que no será el único) a la novela-enigma que, dentro del subgénero de misterio, sigue siendo mi favorita a pesar de lo que mis últimas producciones puedan dar a entender. De buscar similitudes, el inspector Duarte está más cerca del comisario Maigret que de Sam Spade o Philip Marlowe.
     La última semana del inspector Duarte no es una novela juvenil. Entre otras cosas porque no sé muy bien qué es tal cosa. ¿Acaso todos los jóvenes leen el mismo tipo de literatura? Nunca fue así, y dudo mucho que ahora lo sea. El protagonista es un señor a punto de jubilarse, el acné y el exceso de energía están desterrados de sus páginas, ningún jovencito sabihondo ayuda al inspector a resolver los misterios, no hay ninguna historia de amor entre adolescentes atormentados… Definitivamente no es lo que se dice una novela juvenil. Es una novela de entretenimiento, de puro y simple entretenimiento, escrita como mejor sé hacerlo y procurando no tratar a los lectores como estúpidos. Se trata de una novela de un rombo que, para los que no lo entiendan, significa que es apta para todos los públicos de entre 9 y 99 años (o menos de nueve —si el lector es inquieto— o más de 99 —si el lector prefiere invertir el tiempo en ella—) y en la que realizo también un homenaje al mundo de los libros. No hay vampiros, ni sexo, ni insultos, ni disparos, ni palabrotas, ni persecuciones automovilísticas, tampoco hay crítica social o análisis de conflictos generacionales; es una novela otoñal que, como siempre he procurado en mi producción literaria, tiene dos lecturas: una literal y explícita, y otra más profunda que el lector deberá hallar.
     La novela es deudora, en un tono de sentido homenaje, a todas las series que jalonaron mi infancia: Colombo, McMillan y esposa, Nero Wolfe o Los rivales de Sherlock Holmes, por ejemplo. Y a aquellas que me acompañaron durante la juventud: Luz de luna, Se ha escrito un crimen, Remington Steele o Poirot, por citar algunas. Seguro que se han hecho mejores series después; pero hay momentos que me resisto a olvidar. Y si tuviera que comparar la novela con alguna serie actual estaría más cerca de Monk o de Los misterios de Laura que de Dexter o The Wire, por citar dos de las más famosas. Estoy convencido de que el inspector Duarte podría suscribir aquello que respondió Billy el Niño cuando Pat Garret le dijo que tenía que dejar de delinquir, que los tiempos estaban cambiando. «Los tiempos, tal vez», dijo Billy, «pero yo no».