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sábado, 28 de febrero de 2015

LA ÚLTIMA SEMANA DEL INSPECTOR DUARTE (II)

    Otro adelanto (el último) de la próxima novela.
     El día 5 de marzo... ¡toda! Que la disfrutéis.


     No era el primer cadáver que veía; pero allí, de pie ante el enorme montón de basura, el inspector Duarte volvió a sentir el cansancio que ya había aparecido los meses atrás. Chupaba la pipa espaciadamente, abstraído, aunque hacía un buen rato que se le había apagado. Crespo sujetaba el paraguas que los protegía de la lluvia.
   Ninguno de los dos hombres había pronunciado palabra desde que llegaron al vertedero municipal. Como dos meros espectadores asistieron impertérritos al desfile de enfermeros y camillas, a las carreras de los especialistas en huellas dactilares que intentaban acordonar la zona con cintas de plástico rojas y amarillas, a la presencia seria del juez que levantó el cadáver. También habían soportado algún que otro fogonazo procedente de un par de fotógrafos que, al parecer, habían conocido inmediatamente la noticia del horrible hallazgo. Todo ello bajo una llovizna aparentemente débil, pero constante; «calabobos», recordó Duarte que la llamaba su esposa.
    El inspector encendió de nuevo su pipa. Chupó con rabia y el humo se alzó cubriéndole el rostro. Recordaba el miedo esculpido en la cara de los padres durante los primeros días. Después llegó la actitud distante, las señales inconfundibles de que los secuestradores ya se habían puesto en contacto con ellos, de que, sin duda, los habían alertado contra la policía amenazando con la muerte de la cautiva. Así actuaba siempre aquella gentuza y, salvo excepciones, la familia le seguía el juego, se plegaba a sus condiciones: la policía se convertía en una molestia. Duarte imaginó lo que habría pensado el padre: la seguridad de que el dinero lo podía todo y de que el engranaje de la ley era insuficiente y molesto cuando lo más importante era recuperar a su hija a cualquier precio, de un modo u otro. Desde el primer momento supo que los padres les habían ocultado la relación con los secuestradores. ¡Era imposible que después de los primeros días no hubieran recibido ninguna noticia, ni la más mínima señal! Además, el último fin de semana, cuando el comisario le había ordenado que se acercara a la casa de los Navarro, detectó gestos, conductas y miradas huidizas y recelosas.
      Con el paso de los días y la ausencia de más datos, los periódicos sustituyeron las noticias de la joven secuestrada por nuevos titulares. Transcurrieron los días y luego las semanas: el tiempo, imparable, fue cubriendo el suceso con el barniz del olvido. El inspector imaginó que la familia habría seguido las instrucciones al pie de la letra, aunque al hacerlo habían obstaculizado a la justicia. Duarte se preguntó si —puesto en aquella tesitura— él no hubiera actuado del mismo modo, si no hubiera pretendido salvar la vida de su hija a cualquier precio, por encima de la sociedad y del resto de los ciudadanos, al margen de la ley y de sus representantes. Dio una nueva chupada a la pipa. Pilar y él no habían podido tener hijos.

    Unos enfermeros, sosteniendo una camilla, transportaban a la víctima. Bajo la sábana blanca y empapada apenas se apreciaba el pequeño cuerpo de la muchacha. Al introducirla en la ambulancia, que aguardaba con el motor en marcha y las luces de emergencia lanzando destellos y girando enloquecidas, la camilla golpeó contra una de las puertas abiertas y, de la sábana, surgió un brazo que quedó colgando indolente. Brevemente el inspector advirtió el destello rosa de la chaquetilla de un chándal; sabía que había sido un regalo por su cumpleaños, pero ahora solo destacaban el color desvaído y blancuzco de los dedos, las uñas rotas y mugrientas, la suciedad incrustada entre los pliegues de los nudillos, la frialdad y el silencio que rezumaba el cuerpo, la ausencia total de vida y de futuro...