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sábado, 21 de febrero de 2015

LA ÚLTIMA SEMANA DEL INSPECTOR DUARTE

Con permiso de Click Ediciones, os doy a conocer el primer capítulo de mi nueva novela que saldrá a la venta el próximo día 5 de marzo. Espero que os guste...



                                                                            OCTUBRE

                                                                                       1

     Apenas había corrido doscientos metros desde que el sol se había escondido, cuando las farolas se encendieron delimitando una avenida recta y ancha, tan larga que parecía interminable.
     Dos o tres tardes por semana Mónica Navarro realizaba el mismo recorrido: era cómodo, pues consistía en dar cuatro vueltas al polígono industrial, sin subidas ni bajadas, completamente llano. En una ocasión lo había hecho en bicicleta y el cuentakilómetros marcó un kilómetro y seiscientos metros por vuelta.
   —Hola.
    —Adiós.
    Se había cruzado con otro corredor. Mónica tenía diecisiete años y el hombre podría tener la edad de su padre. No era la primera vez que lo veía. Siempre se saludaban.
    Conforme la noche fue ganando terreno, el frío aumentó. Llevaba ya dos vueltas cuando escuchó zancadas y respiraciones a su espalda, aproximándose a un ritmo constante. Cuando quiso girar la cabeza ya era tarde:
    —¡Venga, mujer, que pareces cansada! —dijo el hombre del chándal azul marino. Tendría algo más de cuarenta años y estaba casi calvo. 
    Lo acompañaba otro individuo —rubio, más joven y también más atractivo— que se limitó a sonreírle y la saludó con un escueto “Hola” entrecortado por la fatiga. Los tres se detuvieron, aunque trotaban sin moverse del sitio y mantenían el ritmo de sus respiraciones.
     —¿Qué tal? —saludó Mónica.
     Desconocía el nombre de los dos corredores, pero cuando los encontraba por las tardes siempre se detenía a intercambiar con ellos unas pocas palabras. El gusto por el deporte era el único lazo que los unía.
     —Anteayer no viniste, muchacha —dijo el más joven. Era muy atractivo y Mónica siempre había pensado que la miraba de un modo especial.
    —Estoy de exámenes, bueno… estaba, porque hoy he hecho el último. ¡Por fin!
     —¿Y qué tal? —preguntó el más viejo.
     Sudaba copiosamente y lucía una cinta en la frente para que el sudor no se le metiese en los ojos. Iba muy abrigado. La barriga subía y bajaba constantemente. Mónica supuso que querría adelgazar, pero hacía muchos meses que lo veía siempre igual.
     —No sé. Creo que bien, pero habrá que esperar a que a los profesores les apetezca corregirlos. —Inspiró dos bocanadas de aire con tanta fuerza que le aguijonearon el pecho. Lanzó una sonrisa al rubio—. Tenía ganas de quemar toxinas y de despejarme un poco después de tantos días sentada, pelándome los codos.
     —Te dejamos, guapa —zanjó el más viejo e hizo una seña al otro para continuar.
Se despidieron y ella siguió corriendo a su ritmo. Tras cada zancada comprobaba cómo los dos hombres le ganaban terreno. Los vio girar a la izquierda en el primer cruce; cuando ella llegó allí continuó en línea recta.
   Había completado ya tres vueltas e iniciaba la cuarta cuando el coche la sobrepasó. Era un todoterreno oscuro. Le llamaron la atención los tapacubos limpios y relucientes, brillando bajo la luz de las farolas. El vehículo marchaba muy lentamente, como si buscase la localización exacta de alguna fábrica o de alguna calle y no consiguiera encontrarlas. El automóvil dobló a la derecha y, aunque desapareció de su vista, Mónica supo que se había detenido porque escuchó el sonido de los frenos y apreció el reflejo rojo de las luces traseras. Sintió más desconfianza que miedo y no aminoró el ritmo de su carrera. Pasó por el cruce en línea recta y comprobó que no se ha había equivocado: el todoterreno estaba parado, con las luces encendidas y el motor en marcha. Aceleró el ritmo, pero una voz la obligó a girar la cabeza.
   —¡Muchacha, oye, por favor! —Era una mujer quien hablaba. Estaba de pie, junto al coche. Mónica redujo el ritmo hasta detenerse—. Por favor, joven, ¿podrías ayudarme?
    La mujer llevaba gafas y tenía el pelo tan canoso que parecía cubierto de nieve. A Mónica le recordó a una ilustración de la abuelita de Caperucita Roja que había visto en un cuento. Sostenía en la mano derecha un papel que agitaba como el soldado que pide una tregua.
Mónica desanduvo el camino y se acercó al coche.
    —Buenas tardes —saludó la anciana.
    —Hola. —La muchacha trotaba sin moverse del sitio, manteniendo el ritmo de su respiración—. ¿Busca algo?
    —Sí, sí, ¿podrías ayudarme, por favor?
    La mujer le alargó el papel y, al leerlo por primera vez, Mónica creyó estar soñando.
   —¿Cómo? —preguntó, indecisa, como si alguien hubiera detenido el mundo sin avisarla y al despertar hubiera aparecido en otro lugar o en otro tiempo.
     Parpadeó para centrar mejor la mirada y leyó de nuevo el papel que la mujer le ponía delante de los ojos. Se sintió confusa. Sólo había dos palabras escritas con letras mayúsculas, claras y bien visibles en el centro de la hoja en blanco:
MÓNICA NAVARRO
    —¿Eres tú? —preguntó la anciana, y ahora su sonrisa de abuelita de cuento infantil se había transmutado en la mueca del Lobo Feroz.
    —Sí, pero…
    Y ya no pudo continuar.

     Sintió el golpe en la cabeza, encima de la oreja derecha. Luego vino el agudo pinchazo del dolor, y el suelo ascendió hacia su rostro a velocidad de vértigo. Después todo se volvió negro y silencioso.