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sábado, 19 de diciembre de 2015

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS, de Antonio Muñoz Molina

   A finales del verano de 2006 veía la luz  la novela El viento de la Luna con la que el autor jiennense volvía a los temas de obras anteriores (El jinete polaco, sobre todo). Era una especie de marcha atrás para coger impuso y procurar que el salto fuera más largo, más seguro: tras el devenir sin rumbo en que se había enfangado el autor (en Ventanas de Manhattan, en En ausencia de Blanca, en —quizás un poco menos— Sefarad), El viento de la Luna suponía un soplo de aire si no totalmente fresco, sí al menos refrescante.

Resultado de imagen de La noche de los tiempos
  Tres años más invirtió Muñoz Molina en pulir un tocho de casi un millar de páginas: la espera ha valido la pena porque La noche de los tiempos es una de esas novelas densas e irrepetibles, en donde no sobra ni una sola línea ni tan siquiera una de las palabras que con tanta sabiduría el autor utiliza. Tanto es así que cuando se cierra el libro parece que ha sabido a poco: la historia del arquitecto Ignacio Abel y de su amante Judith se nos queda en el aire, tambaleándose como un funambulista en una cuerda floja y nosotros, los lectores, no sabremos si terminará destrozada contra el pavimento o conseguirá llegar indemne al otro extremo.

     Comienza la historia en los meses previos al inicio de la Guerra Civil y concluye a finales de 1936. Aunque la columna que vertebra la narración es la historia de los dos amantes, Muñoz Molina nos muestra el mosaico de la España prebélica donde transitan personajes reales tanto del mundo político como del cultural. A medio camino entre el narrador en primera persona y la omnisciencia de una voz que lo observa todo desde una altura considerable, jugando continuamente con el verbos en presente, tachonando las páginas con continuos flash-backs, La noche de los tiempos debe considerarse como un tour de force en lo que a estilo se refiere, una filigrana barroca y sofisticada que sirve para elevar a Muñoz Molina a una de las cumbres de la novelística de los últimos decenios. También hay dos cartas, la de la amante y la de la esposa Adela, fragmentadas, confundidas a veces por el propio narrador para mostrarnos a un Ignacio Abel tan inseguro como cobarde, tan inmaduro como desesperado. De un modo u otro estas las dos epístolas dibujan al verdadero Abel quien, lejos de ser un héroe, se nos expone como un ser humano débil e indeciso… uno de nosotros.

     No hay duda de que en esta ocasión el autor ha arriesgado todo y ha saltado sin red: atreverse con un novelón de tal envergadura y de tamaña dificultad (un somero vistazo del lector curioso le permitirá comprobar que apenas existen diálogos, que todo la novela está trufada de extensos enunciados donde la prosa y el pensamiento del autor andaluz subyugan al lector y lo arrastran a una vorágine sin retorno). Deberán abstenerse aquellos incautos que pretendan a estas alturas de la película “conocer” a Muñoz Molina (a estos les recomiendo que empiecen con El invierno en Lisboa o con Beltenebros, por ejemplo), o aquellos otros que hayan accedido a la literatura a través de la prosa funcional de Ken Follet, Dan Brown o Stieg Larsson: de un tiempo a esta parte estamos demasiado acostumbrados a la enunciación “cinematográfica”, a la rapidez y la brevedad, a las novelas saturadas de acontecimientos y verbos, huérfanas de descripciones y digresiones, al veloz relato de historias más que a la concienzuda construcción de mundos. Sin ánimo de insultar a nadie, hay que reconocer que no todo el mundo puede leerlo todo, al menos sin una preparación, sin un aprendizaje previo (la suma de lecturas, la paciencia, la elección de los conocimientos, la solidez del bagaje cultural, el tiempo disponible, la predisposición a la vida sedentaria). La noche de los tiempos es literatura de veinticuatro quilates donde el lector no sólo busca entretenerse sino, sobre todo, aprender a través de la lectura, dejarse atrapar por un estilo que en muchísimas ocasiones te hace exclamar (como al crítico Pozuelo Yvancos): “¡Escribe como nadie!”.

Resultado de imagen de antonio muñoz molina     Se mueven por entre las páginas del libro personajes históricos (o no, como el entreñable profesor Rossman) a los que Muñoz Molina dibuja con pinceladas optimistas y cálidas: el tranquilo Moreno Villa, el vehemente Juan Negrín; frente a otros donde el retrato nos muestra la intransigencia —el caso de José Bergamín— o la estupidez y el papanatismo —el del poeta Rafael Alberti, que no sale muy bien parado—.
      El autor pone toda la carne en el asador para dibujarnos el precipicio del fanatismo (de un lado u otro), la sinrazón de la locura en una España caótica, rancia, repleta de esperanza… contradictoria, en suma. La progresión de la historia, el incremento del interés del argumento va emparejado a los acontecimientos históricos que sirven de marco (los asesinatos, el levantamiento militar, el inicio de la contienda, la explosión del odio acumulado durante siglos) por el que los dos amantes —el arquitecto español y la estudiante norteamericana— transitan poco menos que ciegos, concentrados exclusivamente en su deseo y su pasión, absorbidos luego por la vorágine cuando ya es poco menos que imposible escapar de ella. También están los hijos del protagonista y sus suegros y el cuñado fanático y algo ingenuo; pero sobre todo Adela, la esposa, tal vez uno de los personajes más bien construido en esta novela donde Muñoz Molina describe magistralemente a todos los personajes, en ocasiones únicamente con breves pero precisas pinceladas.

     Podía haber resumido todo este artículo y todos mis halagos hacia La noche de los tiempos con un único adjetivo, pero entonces los coordinadores de este suplemento me hubieran reñido. Ahora, y ya como colofón, no puedo dejar de hacerlo: DESLUMBRANTE.

Antonio Muñoz Molina,

La noche de los tiempos, Seix Barral, 2009. 958 págs.

martes, 8 de diciembre de 2015

SEUDOLOGÍA V y VI: Los engaños de Dios y la mentira como necesidad


     Con apenas unos meses de distancia, el filósofo valenciano Miguel Catalán (1958) ha publicado dos nuevas entregas de su Seudología: La sombra del Supremo. Seudología V y Ética de la verdad y de la mentira. Seudología VI. Poco a poco, como la débil gota que golpea incansablemente sobre el duro granito y termina por traspasarlo, Miguel Catalán va dando cumplida cuenta de una empresa que se antojaba poco menos que imposible: un estudio concienzudo y documentado de la mentira en todas sus vertientes —cuajado, además, por una prosa amena y certera—. La empresa, según palabras del autor, abarcaría veintidós volúmenes. Lo importante no es tanto cumplir con el objetivo como intentarlo. Y damos fe de que Miguel Catalán lo está intentando con unos resultados sobresalientes.

      Tras los anteriores volúmenes de la serie —El prestigio de la lejanía, Antropología de la mentira, Anatomía del secreto y La Creación burlada—, algunos de ellos publicados de nuevo por Verbum en unas ediciones que corrigen, puntualizan y aportan nuevos y mejores datos, Miguel Catalán, en La sombra del Supremo, se sumerge en una de las mentiras más insoportables para el ser humano (de cualquier cultura y tiempo): que Dios, el Ser Supremo, el Hacedor (tenga el nombre que tenga dependiendo de la religión o la cultura) mienta a los hombres, sus creaciones. Con la destreza de un cirujano, el filósofo valenciano desmenuza las teorías que, desde los orígenes de la Humanidad, han pretendido entender, justificar, aceptar o, incluso, “disfrazar” el hecho de que nuestro Dios sea un mentiroso. Miguel Catalán pone sobre el tapete las teorías de Zoroastro, las versiones bíblicas (tanto en el Antiguo o como en el Nuevo Testamento), el lúcido dilema de Epicuro —todo un hallazgo para el autor de estas líneas: Dios es o bueno u omnipotente, pero no puede ser ambas cosas a la vez—, las teorías cartesianas para justificar el engaño divino a través de un demiurgo maligno o travieso… La conclusión a la que llega el autor nos obliga a reflexionar no solo sobre dogmas religiosos, sino también sobre premisas filosóficas. Una conclusión que relaciona este libro con otros anteriores como La Creación burlada o Antropología de la mentira: «la falsedad y la ilusión no son excepciones de la naturaleza ni de la cultura, sino que forman parte de ambas. Son inherentes a ellas e inextricables entre sí».

Resultado de imagen de miguel catalán etica de la verdad y la mentira      El siguiente volumen, Ética de la verdad y de la mentira. Seudología VI, llega refrendado por la obtención del V Premio Juan Andrés de Ensayo e Investigación en Ciencias Humanas. El tomo —tan jugoso como los anteriores, o quizás más— parte de la pregunta: ¿existe alguna circunstancia en que sea legitimo mentir? Tras un recorrido histórico a través de las respuestas de San Agustín, Santo Tomás, Kant, Habermas y muchos otros filósofos, Catalán llega a la conclusión de que la sociedad existe porque el ser humano miente a sus semejantes, porque decir la verdad siempre y en toda ocasión terminaría provocando la ruptura de la civilización tal y como la entendemos: querámoslo o no, hay verdades que pueden matar. La prosa de Miguel Catalán es tan justa como estilosa, convirtiendo temas que podrían parecer tediosos o confusos en monumentos de divulgación y entretenimiento. No miento si digo que he leído ambos tomos como si de novelas se tratasen; ahí radica gran parte del mérito del filósofo valenciano: en hacer fácil lo difícil y claro lo que parecía nebuloso.


      Según el autor, a partir de este punto de su ambicioso proyecto, Seudología va a internarse en la mentira dentro del mundo de la política. Comenta Miguel Catalán que esta parte de su trabajo abarcará cinco volúmenes. Lo cierto es que conforme está el patio (nacional e internacional)… pocos nos parecen.

Miguel Catalán,

La sombra del Supremo, ed. Siruela, Madrid, 2015.

Ética de la verdad y de la mentira, ed. Verbum, Madrid, 2015.

martes, 1 de diciembre de 2015

EL JILGUERO, de Donna Tartt: ¡¡huyan!!

        Hasta la fecha y después de más de un centenar de reseñas, nunca había utilizado esta página para criticar negativamente un libro. Aquellos que me han ido siguiendo durante todos estos meses habrán advertido que siempre he utilizado las palabras para recomendar la lectura de un libro. Ahora es ya de emplear este espacio para NO recomendar un libro. Y que nadie crea que disfruto con ello: sé lo que cuesta escribir una novela;  incluso las malas novelas requieren un esfuerzo y un gasto de tiempo y de energía. Lo que sucede es que he terminado la lectura de El jilguero, de Donna Tartt, y me he sentido tan estafado, tan engañado que he decidido volcar mi impotencia.

        Supe de esta novela hace mucho tiempo, puesto que salió publicada en EE.UU. a finales de 2013. Al poco tiempo los reseñistas y críticos más prestigiosos comenzaron a hablar de ella. Confieso que no había oído hablar nunca de su autora, Donna Tartt; aunque esta novela era la tercera que publicaba tras El secreto y Un juego de niños. Lo que más me sorprendió de la obra, antes ni siquiera de tenerla y de comenzar a leerla, fue que habían transcurrido once años desde la anterior novela. ¡Bueno!, me dije. Al fin un autor que se tomaba su tiempo: con esos mimbres, pensé, la obra no puede ser mala. Lo cierto es que estamos demasiado acostumbrados a la literatura ligera, a que los autores (no todos, por fortuna) publiquen un libro casi anualmente. Y sé que la escritura de una novela requiere tiempo: no es algo que se solvente en unos meses.

      En fin, que busqué, encontré y compré la novela en su original, en inglés, The Goldfinch. Comencé a leerla a principios del verano pero bien por otros compromisos, bien porque el lenguaje comenzaba a hacérseme difícil, o bien… por alguna cosa que ya no recuerdo, la abandoné tras concluir el capítulo 3: 134 páginas de un orignal de 864. Lo que había leído me había gustado. No me había entusiasmado, es cierto; pero me había parecido que entraba dentro de las expectativas que había imaginado cuando la compré: La madre de Theo, el protagonista, muere en un ataque terrorista a un museo; el muchacho, que está junto a ella, sobrevive y, en la confusión creada por la explosión roba el pequeño cuadro que da nombre al libro, obra de un autor holandés del siglo XVII; un anciano moribundo, entre los escombros, le da una sortija y le pide que la lleve a una dirección; el muchacho, tras unos días traumáticos, se decide por fin y acude a aquella dirección…

     Hace una semana me decidí a tomar el libro de la biblioteca, en su versión castellana (cuyo volumen había aumentado con respecto al original inglés: 1.143 páginas). Y hoy, hace unas horas, he llegado finalmente a la última página. ¿Y saben que les digo…?

      Que más allá del capítulo 4, no vale la pena continuar: la acción es lenta hasta decir ¡basta!, repetitiva, sin tensión, aburrida. En muchos momentos echaba un vistazo rápido a las páginas y las pasaba porque no había nada en qué detenerme. La autora parece sufrir de diarrea verbal y no tiene ningún reparo en restregárnosla por la cara. Como muestra este pequeño botón. Un diálogo que, quizás, en una novela negra intensa, concisa, rabiosa, tendría sentido:

—Ah. Y ella es la que…
—Sí.
—¿Lo admitió?
—Sí.
—Y por eso no etás con ella ahora. Estás irritado.
—Más o menos.
Boris se pasó una mano por el pelo.
—Bueno, debes ir a hablar con ella.
—¿Por qué?
—Porque tenemos que irnos.
—¿Irnos? ¿Por qué?
—Porque necesito que vengas conmigo.
—¿Por qué?
     
     Vamos, de lo más trascendental. Sobre todo cuando este diálogo (y otros por el estilo o peores) aparece en la página 924… ¡Toma ya! Escribir por escribir, llenar páginas por llenarlas. ¿No trabajará a peso la señora Donna Tartt?

      Tengo una máxima que siempre empleo al leer un libro: cuando termino el libro me pregunto: si este libro estuviera firmado no por Donna Tartt (o por otro autor de prestigio), sino por un tipo llamado Pepe Payá… ¿estaría publicado? ¿Y saben que les digo? Que si yo hubiera ido con un manuscrito de más de mil páginas a cualquier editorial… no lo hubieran ni abierto.

     Soy consciente de que en todas las novelas —por pequeñas, breves o perfectas que sean— siempre sobran algunas páginas, algunos momentos. Si en la inconmensurable Pedro Páramo (apenas 100 páginas), de Juan Rulfo, sobran algunos momentos… ¡¡imagínense las páginas que pueden sobrar en una novela que sobrepasa las 1.000!! ¡¡Tela marinera!!

     Porque la novela no tiene nada salvo una sucesión de pocos personajes (encima) de los que apenas se salvan algunos (por resultar simpáticos al lector: yo salvaría a Herbie y, quizás, a Pippa… pero no sé.). Theo, el protagonista, es un pijo con dinero a espuertas, que vive en Nueva York y que se hincha a pastillas y a cocaína… Qué quieren qué les diga: un personaje antipático con el que me une menos que nada y con el que, desde luego, no tengo ningún tipo de afinidad. Me parece un tipo plenamente urbano que debe de ser intersante para los urbanitas neoyorkinos como él… o quizás ni eso. Su amigo, Boris, es otro que tal: otro niñato pastillero, borracho y totalmente plano.

     Lo que más me jode de toda la novela son las contraportadas: «No se trata solo de suspense y de intriga [que no hay por ningún lado; y por tanto “no se trata” de eso, claro]… Donna Tartt ha creado una novela gloriosa que nos devuelve el placer intenso y compulsivo de la lectura», dice un crítico del New York Times. “Una obra maestra”, exclama The Times. “Soberbia”, dice el Daily Mail. “Un triunfo”, aporta Stephen King. Incluso se le concede el premio Pulitzer a la mejor obra de ficción de 2014. En fin, dos cosas: o todos estos críticos han leído otra novela y no la que yo he leído; o simplemente no la han leído…

      
     Y tampoco voy a insistir más… Si la encuentran por algún sitio, ni caso. Busquen otra novela que seguro que les llenará más y, desde luego, no les dejará la sensación de haber perdido una semana de su vida leyendo una historia mínima alargada como un chicle yanqui. En una entrevista, la autora comenta que sus escritores favoritos son Dickens y Stevenson. Y yo me digo que Dickens ni siquiera se hubiera molestado en escribir sobre los (no) problemas de un yonqui estúpido de Manhattan; y que Robert Louis Stevenson hubiera hecho con este material una relato de poco más de veinte páginas que se hubiera convertido en una pieza maestra de la consición y del estilo. En cambio, nos tenemos que conformar con una operación publicitaria: no he leído las gilipolleces de Grey y sus sombras, pero seguro que no serían tan aburridas.