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sábado, 29 de agosto de 2015

MEDIA VIDA, de V. S. Naipaul


VIDAS DE MEDIO PELO

     Mejor tarde que nunca. Debo confesar que Media vida es la primera, y hasta el momento la única, novela de Naipaul (Isla de Trinidad, 1932; y Nobel en 2001) que he leído.
   El origen indio de V. S. Naipaul se deja traslucir en el protagonista: el también indio Willie Chandran. El argumento de la novela es prácticamente inabarcable pues muestra una gran variedad de personajes y lugares de la geografía mundial. En esencia la obra narra la historia —fragmentada, repleta de elipsis; nunca completa— de dos generaciones de la familia Chandran, abarcando alrededor de medio siglo —desde los años veinte hasta  la década de 1970.
     Se estructura la obra en tres largos capítulos. Cada uno de ellos está narrado desde un punto de vista distinto, alternando la primera y tercera persona verbal. Esto que en otro autor hubiera sido muestra de debilidad e inmadurez, en Naipaul aparece como algo natural, plenamente acertado. El primer capítulo está narrado por Willie Chandran, padre, y se desarrolla en una India anterior a la Independencia. Este retazo de la vida del padre nos presenta a un personaje de carácter débil e inconstante que llega a convertirse en un consejero y hombre santo por mera casualidad... y que luego no puede dejar de serlo. La vida, pues, se nos muestra como un hecho teatral, mera representación que ahoga los verdaderos sentimientos del protagonista.
     El segundo capítulo está narrado en tercera persona y cuenta la vida de Willie Chandran, hijo. La acción se desarrolla durante la década de 1950 en Londres, donde el muchacho está estudiando. Willie reinventará unos orígenes que le avergüenzan y despertará a un mundo donde sexualidad y vida intelectual parecen solaparse. La descripción del mundillo bohemio presenta una sucesión de personajes cutres y variopintos que no tiene desperdicio.
    El tercer capítulo comienza en tercera persona con un Willie —incipiente escritor de cuentos— enamorado de Ana, una chica luso-africana, a la que seguirá hasta Mozambique. Los 18 años que pasa en la colonia portuguesa son narrados por el propio Willie. El libro concluye con un protagonista con cuarenta años... en la mitad de su vida.
   Un sentimiento extraño se desprende del libro: nada parece tener sentido. Las vidas de los personajes se muestran cojas, faltas de algo (pero, ¿de qué?), insatisfechas en cualquiera de sus vertientes (anímica, sexual, económica, social, intelectual). Naipaul describe «vidas de medio pelo»: corrientes, anodinas, fracasadas. Y uno, como lector, se pregunta por qué no hay una vida plena, por qué existe siempre alguna carencia, algún estigma que imposibilita a los personajes completar plenamente su existencia... Bajo la escritura de Naipaul estos personajes se mueven y actúan como títeres o actores teatrales; todo parece falso y artificial, como la interpretación de una comedia burguesa (con líos de alcoba, con problemas económicos), o  de una obra lopesca: con acumulación de escenarios (la India, Londres, Mozambique, Berlín Occidental...). Esta manera simple de narrar pone sobre el tapete la vaciedad de las acciones humanas, la mera representación que diariamente realizamos cara al resto de personas que nos rodean. Media vida es una obra de lectura fácil que puede llevar a engaño: el final, de hecho, nos golpea con su abrupto corte y nos lleva a una pregunta: ¿qué vida ha llevado Willie? ¿realmente hizo alguna vez su deseo? ¿qué vida han llevado todos y cada uno de los personajes que han discurrido por el libro?

    Oscar Wilde, con su acidez y amargura, dijo algo semejante: el ser humano actúa como si la vida que realiza fuera el ensayo general de una representación futura. Se equivoca, y ya es demasiado tarde cuando comprende que no era ningún ensayo lo que vivía, sino el estreno único y definitivo, irrepetible.

V. S. Naipaul,

Media vida, Debate, Barcelona, 2003. 235 páginas.

lunes, 24 de agosto de 2015

EL CONSEJO DE EGIPTO, de Leonardo Sciascia.


   Lamentablemente, la obra del italiano Leonardo Sciascia (1921-1989) es ignorada por la gran mayoría de los lectores españoles. Figura fundamental de la novela italiana de postguerra, su producción se ha visto, quizás, ensombrecida por la de autores de su generación como Moravia, Calvino o el fugaz y prodigioso Lampedusa. A partir de los años 70 su obra tuvo cierta revalorización cuando sus dos mejores novelas fueron adaptadas al cine: Todo modo y El contexto. A España llegó también en esa década a través de la editorial Noguer; aunque sería Tusquets quien, en la década siguiente (y hasta el presente), tiene el firme propósito de publicar la casi totalidad de sus novelas a través de la Colección Andanzas y la Colección Fábula.
    En El Consejo de Egipto, obra de 1963, Sciascia muestra ya las virtudes que habrían de emerger plenamente en su obra posterior. Una capacidad grandiosa de fabulación, una sutil ironía, una aparente ambigüedad ideológica que irremediablemente desemboca en la denuncia de la injusticia. El argumento de la obra no tiene desperdicio: en la Sicilia de finales del siglo XVIII, la sociedad —sobre todo la nobleza— palidece ante los horrores que pueden provenir de la vecina Francia revolucionaria. La Ilustración todavía no ha llegado a aquellas latitudes y la superstición campa a sus anchas. Aprovechándose de una casualidad, el abate Vella, ambicioso y sin escrúpulos, finge traducir un antiquísimo códice escrito en árabe —«El Consejo de Egipto»— donde se ponen en entredicho los provilegios de la aristocracia siciliana en beneficio del poder Real y monárquico. El fraude —pues no existe tal códice, sino que es el mismo traductor quien lo inventa y escribe empleando una jerga propia— va a remover los cimientos de la sociedad palermina; y el abate Vella va a ver engordar sus arcas a cambio de ciertos “favores históricos”. Todo es, desde luego, un dislate y una comedia que el abate va a continuar durante más de una década. Los aristócratas ven perder sus feudos y privilegios, igualándose con la plebe que ha de pagar los correspondientes impuestos a la Corona; mientras el abate Vella va dando esperanzas según las dádivas que le llegan. La objetividad de la Historia, parece decirnos Sciascia, es un espejismo; irónica y tristemente, la Historia pertenece y beneficia a aquellos que pueden pagarla. La traducción del «Consejo de Egipto», su redacción última, dependerá de los deseos caprichosos del abate Vella. La Historia, es obvio, la escriben siempre los vencedores.
   Pero nuestros actos precisan de testigos que los alaben. Y así, el abate Vella prefiere salir del anonimato de ser un simple traductor para convertirse en un extraordinario fabulista y creador; por ese motivo, no duda en revelar su fraude, porque necesita demostrar su valía como inventor de supercherías.
    Paralela a esta trama se desarrolla otra más trágica. Un abogado de la ciudad, el venerado Di Blasi, pretende realizar una revolución en pro de la Razón. Traicionado y apresado, será decapitado tras sufrir crueles torturas. La descripción del juicio, alternado con los tormentos, nos da una idea de la frágil y aleatoria Justicia que gobierna la ciudad. Un tema, este de la Justica, en el que Sciascia reincide en todas sus novelas (cfr. 1912+1 o Puertas abiertas, que también reseñé en este blog).

     El abate Vella y el abogado Di Blasi presentan dos modos paralelos de intentar la Revolución (o al menos de pretender que la sociedad feudal imperante desaparezca); pero Di Blasi es ingenuo y crédulo, y confía a ciegas en la fuerza de la Razón. El abate Vella, más realista y más avispado, sabe que la Revolución en imposible, que la superstición del pueblo sólo se puede acallar con una nueva superstición (el fraudulento «Consejo de Egipto»), y desde luego nunca con la Razón. Tancredi, el sobrino del príncipe Fabricio —el protagonista de El Gatoparto, la gran novela sobre Sicilia— lo expresó de un modo inolvidable: «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie». La oración deviene en axioma, lamentablemente.

Leonardo Sciascia,

El Consejo de Egipto, Tusquets Editores, Barcelona. 194 páginas.