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domingo, 21 de junio de 2015

SOLARIS: los límites de la humanidad


      Los críticos más catastrofistas («apocalípticos» los denominó Eco) vieron en el cine un enemigo declarado de la literatura. La proliferación de películas —argumentaban— iba a devenir en una disminución de los hábitos lectores. Ello es doblemente exagerado: por un lado, ni antes ni ahora ha existido —y menos en este país— una masa ingente de “lectores”; y por otro lado, a poco que se observe el desarrollo del arte cinematográfico se llegará a la conclusión de que han sido precisamente las obras literarias la principal materia prima de la que dicho arte se ha surtido. Un ejemplo manifiesto de ello (aunque hay a miles) es la novela que aquí reseñamos. Solaris fue escrita por el polaco Stanislav Lem en 1961. El director Andréi Tarkovski realizaba, en 1972, una primera adaptación mediante una película soporífera y pretenciosa. La segunda versión de la novela se estrenó entre nosotros en 2002: protagonizada por el atractivo George Clooney y con claros y evidentes rasgos hollywoodienses, aunque igual de pretenciosa Si cualquiera de estas dos adaptaciones ha servido para que el espectador pasivo se convierta en lector activo debemos alegrarnos; y, de ese modo, de «apocalípticos» trocarnos en «integrados». Aprovechando esta última adaptación cinematográfica la editorial barcelonesa Minotauro ha lanzado al mercado una segunda edición de la novela. Hay que recordar que la primera se remontaba a 1974.
     Al margen de lo cinematográfico, el libro se justifica per se. Confieso no ser especialmente proclive a los relatos de ciencia-ficción: exceptuando a Bradbury y a Asimov mi ignoracia en este subgénero es manifiesta. De hecho del doctor Stanislav Lem (1921) me atrajeron otras obras donde era más evidente el impulso “detectivesco”; hablo de La investigación y de La fiebre del heno.
      La novela Solaris presenta una estructura semejante a la teatral. Hay un escenario único: en un lejano planeta —el que da título a la obra— la Humanidad ha emplazado una estación cuya misión es la de observar el «comportamiento» del océano que cubre el planeta. Aparecen únicamente seis personajes, de los cuales uno es un cadáver y otros dos son meras “apariciones”. El tiempo está convenientemente reducido y anotado: la vida de los habitantes de dicha estación se alarga en la rutina y la cotidianidad más aburrida. Igualmente la acción es también única: ¿el océano que deben observar —y sobre el que viven— puede ser considerado como un «ser inteligente»?. La respuesta, desde luego, no es clara. Lo que sí es evidente es el afán de Lem por mostrarnos un ser humano nunca hecho a la medida del Universo; una Humanidad pretenciosa y con afán imperialista que debe enfrentarse con especies tan innombrables como inescrutables. En cierto modo Lem desprende un aroma típicamente swiftiano (algo semejante ocurre también en su novela La investigación) y nos muestra los lados más absurdos del progreso humano y, desde luego, el desequilibrio existente entre los límites propios del conocimiento terrestre y el desarrollo, a veces incontrolado, de la búsqueda científica.
     Kelvin, el narrador y protagonista, llega a Solaris para sustituir a un científico. Tan pronto como penetra en el habitáculo advierte que la normalidad brilla por su ausencia: el científico de marras se ha suicidado; los otros dos investigadores muestras signos evidentes de histeria, cansancio, desconfianza y miedo; una enorme mujer negra —que, desde luego es imposible que pueda estar allí (aunque esté)— se pasea impunemente por la estación. Cuando, tras pasar la primera noche, Kelvin despierta entre los brazos de Harey, su atractiva novia, a la cual ha dejado ha dejado ¡¡muerta!! en la Tierra... no hace falta ser un lince para advertir que algo no marcha bien.

      El tema, pues, se ha planteado desde las páginas iniciales: ¿Qué sucedería si viéramos realizados nuestros sueños? ¿Cuál sería nuestra comportamiento si se nos ofreciera una segunda oportunidad? En el marco del océano “inteligente y omnipotente” que cubre Solaris, Stanislav Lem nos propone sumergirnos en una historia de amor que (créanme) nunca olvidaremos.




Stanislav Lem

Solaris,

Ed. Minotauro, Barcelona, 2002. 236 páginas.

domingo, 7 de junio de 2015

J. B. PRIESTLEY: una reivindicación necesaria


     John Boynton Priestley (1894-1984) fue un escritor tan polifacético —ensayos, novelas, dramas, artículos periodísticos— y prolífico —tiene en su haber más de cien títulos— como rechazado y denostado por los críticos y los intelectuales de su época. Desde Buenos camaradas (1929) el éxito de lectores le acompañó hasta poco antes de su muerte. Esta novela fue traducida a más de 40 idiomas, y enriqueció a Priestley como ningún otro de sus libros o dramas teatrales. El desconocimiento que de él tiene hoy la gran mayoría de lectores es, en cierto modo, el fruto de la marginalidad y el menosprecio —quizás la envidia— a la que los intelectuales de su época lo condenaron al considerarlo como autor para «lectores sin cultura».
     Priestley estudió en Cambridge y participó en la I Guerra Mundial. Según el autor, esta primera gran conflagación va a marcar la desaparición de la civilización y la irrupción de una nueva barbarie. Esta teoría —implícita en muchos de sus dramas a partir de la década de 1930— se vio lamentablemente confirmada por la II Guerra Mundial —donde sus charlas radiofónicas durante la Batalla de Inglaterra lo convirtieron en figura nacional—; y continuada a través de todos los conflictos que —como consecuencia de ésta— sumieron al mundo occidental en una época de incertidumbre y miedo (la Guerra Fría). Priestley, que vivió 90 años, fue testigo de un siglo crítico.
     Lo cierto es que Priestley escribió mucho, quizá demasiado. El mismo autor lo reconoció muchas veces: de haber concentrado más su potencial y su talento, tal vez hubiera alcanzado el reconocimiento crítico —junto al Nobel, al que fue propuesto en varias ocasiones—. Pero su capacidad de escritura era difícil de domeñar; y así, su reconocido talento se diluyó muchas veces en obras intrascendentes y superficiales.
    De entre su vasta producción novelística salvaríamos ahora media docena de títulos, El callejón del ángel (1930), la simpática aunque intrascendente Los hombres del Juicio Final (1938), El último caso del doctor Salt (1966) —novela policiaca increíblemente amena y con una construcción perfecta— y los relatos ácidos e irónicos agrupados en El Pabellón de las Máscaras (1975) son algunas de sus obras que todavía pueden leerse hoy con gran satisfacción (desde luego buceando en librerías de viejo). Porque esa es otra cuestión: difícilmente se puede conocer y apreciar a un autor cuando su obra se halla prácticamente descatalogada. Las publicaciones más recientes se remontan a 1995, cuando Salvat reedita su biografía Dickens y 1996, cuando aparece La visita del inspector (traducción de Llama un inspector) en Vicens Vives.
   Si su obra novelista sigue los patrones clásicos y tradicionales del género, advertimos en su producción teatral un afán experimental y novedoso. Son estas piezas —sobre todo las que forman la «Tetralogía sobre el Tiempo»— donde la figura de J. B. Priestley alcanza sus máximos logros, encumbrándolo hasta los puestos señeros de la dramaturgia del siglo XX.
   Esquina peligrosa (1932) supuso, desde luego, un jarro de agua fresca para una sociedad, la londinense, volcada con las exitosas comedias burguesas de Coward. Con esta obra se iniciaba un modo de hacer teatro que iba, sin duda, a influir en el resto de dramaturgos occidentales. La tetralogía se completaría con El tiempo y los Conway (1937) —también traducida por La herida del tiempo—, Yo estuve aquí una vez (1937) y Llama un inspector (1947) —a veces conocida por Ha llegado un inspector o La visita del inspector—. En todas ellas se trata el problema del tiempo de un modo insólito: todas rechazan la concepción común de éste, pero cada una ofrece una solución particular al problema. Las obras están construidas de modo tradicional: todas tienen un único escenario durante los tres actos, la acción es —aparentemente— «única», los personajes son pocos y bien definidos. Pero aquí terminan las concesiones a la canonicidad.
  En Esquina peligrosa Priestley se vale de un argumento policiaco para mostrarnos el desmoronamiento de una sociedad sustentada en «el fingimiento de la felicidad». Un corte en el tiempo va a mostrarnos una acción circular.
    El tiempo y los Conway es todo un prodigio escénico. El tiempo rompe su sucesión lineal y cronológica y produce en el espectador (y lector) unos momentos realmente tensos y dramáticos. Era la obra favorita de Priestley. Yo debo confesar que la experiencia catártica que me produjo su lectura ha marcado, inevitablemente, mi carácter. Imaginemos que asistimos a una película donde se cambia el orden de los rollos: en el primer acto —la fiesta del vigésimo cumpleaños de Kay Conway— se nos presentan los personajes, la felicidad que impera en ellos y en la sociedad (la obra se desarrolla en 1919); en el segundo acto se produce un salto de veinte años —es ahora el cuatrigésimo cumpleaños de Kay—: la familia está totalmente destrozada, la infelicidad se ha adueñado de todos ellos; sus vidas son un cúmulo de fracasos y frustraciones; el hogar está quebrado. El tercer y último acto retorna al final del primer acto: ahora los personajes hablan de sus ilusiones, de sus planes para el futuro, de sus esperanzas de éxito y fama. Nosotros ya hemos asistido a ese futuro y las palabras nos suenan terriblemente trágicas: sabemos lo que va a suceder a cada uno de ellos y contrastamos sus ilusiones. Lo realmente frustrante es ser testigo del camino hacia el fracaso que inician los personajes... y sobre todo no poder hacer nada para remediarlo.
    Yo estuve aquí una vez es la menos conocida de la tetralogía. No es de extrañar: se muestra algo confusa y mucho más alambicada que las anteriores. Aquí el tratamiento del tiempo se resuelve de un modo circular: los protagonistas creen estar viviendo en un déjà vu.
     Llama un inspector, su obra más popular, fue estrenada en 1947. Bajo un argumento policiaco la obra critica la insolidaridad del ser humano; e intenta explicar —a través de los actos de un grupo familiar que se sitúa en 1912— la decadencia de la civilización europea. Esta vez el tiempo es tratado de modo circular. Pero más que por la estructura escénica destaca por el sentimiento pesimista que destila. Desde luego Priestley no es un autor “antiguo”; su mensaje es de una vigencia sin paliativos: influido por los pensamientos de John Donne la obra intenta mostrar que cada uno de nosotros es una parte de la sociedad, que nos es imposible huir de nuestra responsabilidad para con ella. «Nunca preguntes por quién doblan las campanas... doblan por ti».

    Toda excusa es válida si el fin perseguido es aceptable: reivindicar la obra de este genial y olvidado dramaturgo fue el propósito de estas líneas.