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sábado, 7 de junio de 2014

BREVÍSIMA HISTORIA DE LA NOVELA DE MISTERIO (V)

La novela-problema.


      En la década de 1920 coincidieron todos los tipos de novela de misterio (si exceptuamos los más actuales, como el psicothriller). No obstante, el panorama literario estaba dominado por los autores británicos; y puesto que estos sentían especial predilección por la novela-problema (o novela-enigma o novela a la inglesa, pues con todos estos apelativos la han denominado), las librerías y quioscos estaban copados por esta modalidad literaria.

    Después de la Primera Guerra Mundial, la novela criminal sufre su primera gran transformación al avistar una   meta concreta y unos fines determinados. Es entonces cuando la novela policiaca se despoja de toda perspectiva literaria y se lanza desesperadamente al juego de adivinanzas. El género policiaco abandona toda aspiración artística para convertirse en ciencia, en un juego de ingenio con miras exclusivamente científicas. La fantasía puede tener una leve participación en el planteamiento del problema, pero el resto ha de someterse a unas rígidas normas enunciadas concretamente por más de uno de los escritores del género.
   Se pretende con ello depurar el género... La uniformidad y la monotonía se apoderan de la novela criminal. No se exige entonces al detective rango alguno de heroísmo, sólo que sea [tan] inteligente... como para resolver por sí mismo los rompecabezas que se le ponen delante.
    Salvador Vázquez de Parga, Los mitos de la novela criminal, Planeta, Barcelona, 1981. página 114

    Aparece la noción de «juego limpio»; es decir, el lector debe disponer de tantos datos como el detective. La novela es un campo donde se van colocando jalones e hitos que también el lector debe conocer. Al final, acompañará al detective (o si es un lector avispado, lo adelantará) en sus razonamientos. Ellery Queen, por ejemplo, gusta de colocar en la parte final de sus novelas un «Reto al lector», donde le invita a averiguar la solución del enigma antes que el detective, puesto que todas las pistas ya han aparecido. Es esta una costumbre que va a ser imitada por otros autores como el belga S. A. Steeman en El asesino vive en el 21 (1939), por ejemplo.
    Proliferan los asesinatos “enrevesados”, las casas de campo con mayordomo de mirada torva y criadas de lengua viperina, las habitaciones cerradas con un cadáver en su interior, los múltiples mecanismos para matar a un hombre (o mujer), los mil y un inventos para poder tener una coartada o para hacer pasar por un suicidio lo que es un crimen. En fin, el asesino juega una partida de ajedrez contra el detective y contra el propio lector; nada es baladí —ni palabras, ni gestos, ni el color del gato de la vecina o la humedad relativa del aire—.  Más que despachar a un sujeto, el asesinato deviene (como dijo Thomas de Quincey) en una obra de arte.
    El afán por aligerar los argumentos de todo aquello que no fuera genuinamente misterioso llevó a los autores de novela policiaca a la confección de una serie de obras cada vez más parecidas a crucigramas o jeroglíficos. Las décadas de 1920 y 1930 fueron, sin duda, los momentos más relevantes de esta tendencia. Un crítico de aquel entonces, Philip Guendalla, llegaría a afirmar que «The detective story is the normal recreation of noble minds».
    Agatha Christie había comenzado su prolífica y exitosa carrera literaria en 1920 con la primera aparición de Hércules Poirot en El misterioso caso de Styles. Y durante los años restantes hasta 1939 sacaría a la luz: Asesinato en el Orient Express (1935), El asesinato de Roger Ackroyd (1926), Los crímenes de la guía de ferrocarriles (The ABC’s Murders, 1936) o la primera aparición de Miss Marple en Muerte en la Vicaría (1930) por señalar sólo algunas de las grandes obras maestras de la literatura policiaca.
     También en 1920 comienzan las novelas protagonizadas por el inspector French, personaje creado por Freeman Wills Crofts en El tonel (The cask). A. A. Milne publica La casa roja (1922); John Rhode, El misterio de Paddington (1925); monseñor Ronald Knox, El crimen del viaducto (1925). Philip MacDonald saca a la luz The rasp (1925); y Dorothy L. Sayers comienza la serie de novelas protagonizadas por Lord Peter Wimsey en 1923 con El cadáver sin lentes (Whose body?). Muchos de ellos, y otros más, formarán parte en 1928 del llamado Detection Club, en el que se fundamentarían las bases del denominado “juego limpio” de la novela-problema. 

      Los miembros fundadores del Detection Club de Londres en 1928 fueron Anthony  Berkeley, G. K. Chesterton (el primer presidente hasta su muerte en 1936), monseñor Ronald A. Knox,, John Rhode, E. C. Bentley, Agatha Christie, D. G. H. y M. I. Cole, Freeman Wills Crofts, Baronesa de Orczy, Henry Wade, Milward Kennedy, H.C. Bailey, A.A. Milne, Arthur Morrison, R. Austin Freeman, Edgar Jepson, A.E.W. Mason y Dorothy L. Sayers, Publicaron dos novelas escritas entre todos: El almirante flotante (1932) y Ask the Policeman (1933).

          Cada año (hasta la actualidad) se han ido sumando nuevos nombres: John Dickson Carr, J.J. Connington, Clemence Dane, John le Carré, Len Deighton, P.D. James y muchos más. Evidentemente se trata de un reconocimiento a su labor profesional y sus cargos son meramente honoríficos.

   Pero no acaba aquí la nómina de autores, pues la moda salta hasta la otra orilla del Atlántico y los escritores norteamericanos la desarrollan, en ocasiones, con gran maestría.
El detective Charlie Chan de la policía de Honolulu aparece en 1925 (La casa sin llaves) de la mano de Earl Derr Biggers  alcanzando, a pesar de su corta vida —su autor falleció en 1933—, una cierta notoriedad.
     El orondo y hogareño Nero Wolfe llega de la mano de Rex Stout en Fer-de-Lance (1934).
Un puesto de honor ha de ocupar S. S. Van Dine (pseudónimo del crítico de arte y novelista Willard H. Wright) que, con la publicación en 1926 de El asesinato de Benson  (The Benson Murder Case), iniciaría una de las series más importantes e influyentes de la novela-problema. Van Dine escribió doce novelas protagonizadas por Philo Vance, un auténtico snob afectado y decadente, irritante en ocasiones, pero de gran inteligencia: La serie sangrienta (The Greene Murder Case, 1928) y Crimen en la nieve (The Winter Murder Case, 1939) son las mejores obras de un autor que siempre mereció mucha más atención que la dedicada por crítica.
        El admirado Ellery Queen publica su primera novela en 1929, El misterio del sombrero de copa (The Roman Hat Mistery) y, a continuación, comienza a crear obras maestras e irrepetibles del género: las cuatro interpretadas por Drury Lane y firmadas por Barnaby Ross (La tragedia de X, La tragedia de Y, La tragedia de Z y El último caso de Drury Lane, entre 1932 y 1934); El misterio de la mandarina (1934), El misterio del ataúd griego (1932), El misterio del zapato blanco (The Dutch Shoe Mistery, 1931), El misterio de la cruz egipcia (1932) y El misterio de los hermanos siameses (1933).
       Tampoco hay que olvidar a John Dickson Carr (quien firmó parte de su ingente producción con el pseudónimo de Carter Dickson) que había iniciado su andadura con Anda de noche (It Walks by Night, 1930) y acabó convirtiéndose en un autor de primer orden: La cámara ardiente (The Burning Court, 1937) , Los tres ataúdes (también titulada El hombre hueco, 1935) o Los anteojos negros (The Black Spetacles, también conocida por The Problem of the Green Capsules, 1939) son algunos de los títulos que no pueden faltar en ninguna colección de novela policiaca.
     Agatha Christie, Ellery Queen, John Dickson Carr y S. S. Van Dine pueden ser considerados como los mayores creadores de la novela-problema. No sólo por la calidad de sus obras y también su número, sino —y sobre todo— por su afán por seguir las “reglas” que, en muchas ocasiones, ellos mismos promulgaron.
      He centrado mi atención en algunos de los mejores o los más populares pero el listado es poco menos que interminable: Ernest Bramah (creador del primer detective ciego, Max Carrados, en 1914); J. S. Fletcher (The Middle Temple Murder, 1918); E. C. Bentley (El último caso de Trent, 1913); G. K. Chesterton (y su genial padre Brown, aparecido por vez primera en 1911, protagonizaría cinco libros de cuentos hasta 1935); Eden Phillpotts (Los rojos Redmaynes, 1922); Francis Beeding (La muerte va de puntillas, 1931); Anthony Berkeley (El caso de los bombones envenenados, 1929 —una de las cumbres del género, en la medida en que se siguen a rajatabla los postulados de “juego limpio”); Patricia Wentworth (que inicia las aventuras de Miss Maud Silver en 1929 con Grey Mask); Nicholas Blake (La bestia debe morir, 1938 —aunque tal vez habría que considerarla como una obra más cercana al thriller); R. Austin Freeman (creador del doctor Thorndyke en 1907); Michael Innes (¡Hamlet, venganza!, 1937); Gaston Leroux (el “padre” de la habitación cerrada en El misterio del cuarto amarillo, 1908); E. C. R. Lorac (Muerte de un actor, 1937); Ngaio Marsh (Death in a white tie, 1938); Margery Allingham (Muerte de un fantasma, 1934); Earl Stanley Gardner (creador del popular Perry Mason en sus novelas El caso de las garras de terciopelo y El caso de la joven arisca, ambas de 1933);  Stuart Palmer (El misterio de la banderilla azul, 1937); George Simenon (cuyo comisario Maigret vería la luz por primera vez en Pietr el Letón, 1931); y muchos más...
      Todo degustador de la novela policiaca habrá advertido que este tipo de novelas ha sido, ya desde los primeros tiempos, muy parodiado (Piénsese en El robo del elefante blanco (1882) de Mark Twain). No es de extrañar, pues sus líneas básicas son muy evidentes y fácilmente imitables. El escritor Leo Bruce hizo una parodia de los personajes del padre Brown, Lord Wimsey y Hércules Poirot en Misterio para tres detectives (1936). También el cine ha insistido en los elementos paródicos, por ejemplo: la irregular película Un cadáver a los postres (Robert Moore, 1976 —con guion de Neil Simon).