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domingo, 21 de diciembre de 2014

BREVÍSIMA HISTORIA DE LA NOVELA DE MISTERIO (VIII)

LA PERVIVENCIA DE LA NOVELA-ENIGMA HASTA 1970.


           Junto a los tres clásicos ya desarrollados en la entrada anterior, muchísimos autores continuaron produciendo obras constreñidas a los postulados de la novela-problema. Citarlos todos sobrepasaría los límites de este artículo, por lo que nombraremos aquellos doce (el número no es simbólico, sino mero azar) que, a nuestro entender, mantuvieron un nivel notable en calidad técnica y argumental.
    Rex Stout fue creador del detective Nero Wolfe —que apenas salía de su casa y que resolvía los crímenes entre su jardín de orquídeas y sus gustos gastronómicos— y de su ayudante Archie Goodwin: La muerte entre orquídeas, La segunda confesión o Velada con tres cadáveres son algunos de los títulos más destacados de este periodo.
     Erle Stanley Gardner es otro de los grandes continuadores de la novela-enigma en EE. UU. Su creación, el abogado Perry Mason, protagonista también de una serie televisiva de enorme éxito, alcanzó tal fama que terminó ocultando a su creador. Todos los títulos protagonizados por el abogado detective tenían la misma estructura: El caso del juguete mortífero, El caso de la fortuna fantasma o El caso del gatito imprudente, por ejemplo. Se calcula que llegó a vender 135 millones de ejemplares.

     Los dos autores estadounidenses más respetados por los críticos y los entendidos —aunque no alcanzaron la popularidad y el éxito comercial de Stout o Stanley Gardner— fueron Patrick Quentin y Hugh Pentecost. El primer nombre ocultaba a los escritores Richard W. Webb y Hugh C. Wheeler, quienes firmaron entre 1945 y 1955 seis excelentes libros protagonizados por el matrimonio formado por Iris y Peter Duluth iniciados con Enigma para locos y continuados notablemente en Enigma para actores, Enigma para divorciadas, Enigma para marionetas, etc.
      
       Hugh Pentecost inició su andadura en la década de 1960 con excelentes resultados. Creó a Pierre Chambrun, el ingenioso director del Hotel Beaumont de Nueva York (El caníbal que comió demasiado y Time of Terror, por ejemplo); al pintor metido a detective amateur, John Jericho (Oculta a todas la miradas); y al experto en relaciones públicas, Julian Quist (¿Quién ha visto a Jeremy Trail? y El asesino del champañ). Aunque sin abandonar totalmente el planteamiento de la novela-problema, introdujo elementos cercanos al thriller, humanizando de ese modo sus argumentos.

       En Inglaterra, bajo la sombra de Dickson Carr y, sobre todo, de Agatha Christie, siguieron desarrollando su labor una serie de autores que ya habían iniciado su andadura —en muchos casos de modo más que notable— antes de la II Guerra Mundial. Hemos de dejar constancia de la continuidad de la neozelandesa Ngaio Marsh, creadora del detective Roderick Alleyn, protagonista de casi una treinta de novelas que se iniciaron en 1934 con A Man Lay Dead. En el periodo que nos ocupa hay que destacar: Los aristócratas también asesinan, Enter a Murderer y Death at the Dolphin.

          El poeta Cecil Day Lewis (padre del oscarizado actor Daniel Day-Lewis) alcanzó notoriedad con sus novelas de misterio, firmadas bajo el pseudónimo de Nicholas Blake. Su mejor creación es La bestia debe morir (1938), protagonizada por el detective Nigel Strangeways, gran amante de la literatura, que utiliza para dilucidar los misterios a los que se enfrenta. Tras la II Guerra Mudial publicó, entre otros títulos, Fin de capítulo y The Sad Variety, con el mismo personaje.

       Entre 1944 y 1955, Edmund Crispin escribió nueve novelas y dos libros de cuentos protagonizados por Gervase Fen, profesor de Oxford y detective aficionado. Inició su andadura con El caso de la mosca dorada, a la que siguieron El canto del cisne y La juguetería errante, que pasa por ser la mejor de la saga. La editorial Impedimenta (Madrid) comenzó en 2011 la publicación de la obra completa de Crispin, algo que todo buen aficionado al género policiaco no debería perderse.

         También Michael Innes, con su creación —el inspector sir John Appleby—, está íntimamente relacionado con Blake y Crispin, por dotar de una gran cantidad de reflexiones literarias y académicas a la novela-enigma. Julian Symons —crítico y escritor— los agrupa dentro de los “Escritores Bromistas” a los que define como "aquellos escritores que transforma la narración detectivesca en una broma supercivilizada, en algo que a través de la frivolidad la convierte en conversación literaria, con unos espacios dedicados a la investigación pero con carácter secundario".   Innes había escrito también sus grandes obras antes de la guerra (Muerte en la rectoría y ¡Hamlet, venganza!), pero seguiría en las décadas posteriores con títulos como El crimen del acuario, El misterio de las estatuas y Money from Holme.

      La escritora Margaret Allingham fue otra de las grandes damas del crimen.  Su creación, el detective aficionado y bastante snob Albert Campio, era la continuación del Peter Wimsey de Dorothy L. Sayers o del Philo Vance de S. S. Van Dine: un personaje rico, pero de turbio pasado, con sólidas relaciones con la nobleza británica. Sin embargo, en su primera aparición (The Crime at Black Dudley, 1929) se nos presentó bajo el aspecto de un aventurero y un estafador muy cercano a Arsenio Lupin o a Raffles; pero Allingham le dio un giro en la década de los 30 hasta colocarlo inequívocamente al lado de la ley. Algunas de sus aventuras son Crimen en el gran mundo, The Case of the Late Pig y, la que muchos consideran su mejor novela, El tigre de Londres (The Tiger in the Smoke, 1952), más cercana al thriller que a la novela-enigma.

      Patricia Wentworth (inglesa nacida en la India) —hoy olvidada por el gran público— fue considerada durante muchos años como la más digna continuadora de Agatha Christie. Su creación —y en este aspecto la influencia de Christie es evidente— fue miss Maud Silver, solterona aficionada a desvelar misterios al ritmo de unas agujas de tejer que siempre lleva consigo. Su primera aparición tuvo lugar en La colección Branding, a la que siguieron otras obras como Líneas de fuga o La daga de marfil, por ejemplo.

       Anthony Berkeley, fundador del Detection Club y autor de una de las obras maestras de la novela-enigma (El caso de los bombones envenenados, 1929), continuó escribiendo tras la II Guerra Mundial, pero no alcanzó el gran nivel del título arriba citado. No obstante, hay que tener en cuenta obras como El dueño de la muerte o Baile de máscaras.

          Concluimos este apartado mencionando a uno de nuestros autores predilectos, el británico Leo Bruce (pseudónimo del poeta y traductor Rupert Croft-Cooke) cuyo Misterio para tres detectives (1936) es una divertida parodia de algunos de los más celebres detectives de la novela-problema: Peter Wimsey, Hércules Poirot y el padre Brown. También dio a la imprenta otros títulos destacables como El caso de la muerte entre las cuerdas, El caso sin cadáver y Asesinatos en Albert Park, cuya sencillez en el planteamiento del problema y posterior desarrollo y solución la convierten en una de las mejores novelas en su género de las década de los 60.
         Aunque hemos de advertir que de los autores (en lengua inglesa) de novela-enigma desde los años 70 hasta la actualidad nos ocuparemos en otros artículos, no vendría mal hacer notar que este subgénero dentro de la novela de misterio terminaría desapareciendo casi por completo a comienzos de 1980 o, si se prefiere, metamorfoseándose o adaptándose a los nuevos tiempos, convirtiéndose y diluyéndose en otros subgéneros como el thriller, la novela policiaca histórica o el, hoy tan popular, psycho-thriller.
        Lo cierto es que la generalización de la televisión a partir de 1970 fue el único factor que contribuyó a mantener la novela-enigma, aunque bajo la forma de guiones de series televisivas. A esto ayudó, sin duda, el hecho de que las normas, pautas y parámetros esenciales de la novela-problema venían como anillo al dedo al formato televisivo: pocos personajes, espacios limitados, argumentos con marcado carácter teatral, adivinanzas (problemas) que no podían alargarse eternamente y que estaban delimitados por la escasa hora de duración del episodio, etc. El enorme éxito de series (hoy) míticas como Colombo, Macmillan y esposa, Se ha escrito un crimen o la más reciente Monk, son la prueba más evidente de que este subgénero de la novela de misterio, tan denostado por muchos aficionados al género, todavía continúa vigente.

domingo, 14 de diciembre de 2014

LOS DIOSES TIENEN SED: los actores del drama

Los-dioses-tienen-sed
       La primera vez que escuché el nombre de Anatole France (1844-1924) fue en el Paraninfo de la Universidad de Alicante. Era alrededor de 1990 (año más o menos) cuando el recordado Manuel Alvar, a la sazón presidente de la RAE, nos agasajó con una conferencia. Recuerdo poco de aquella charla, salvo la sensación de estar ante la presencia de un gran comunicador… y el nombre de un escritor francés del que lo ignoraba todo: Anatole France. No había transcurrido un año cuando el azar depositó en uno de los estantes del mueble del salón familiar La isla de los pingüinos. Entonces recuperé el nombre de France. Aunque lo he releído en varias ocasiones, el recuerdo de la primera lectura de La isla de los pingüinos es algo imborrable, como una sacudida a la conciencia. Siempre supe a qué quería dedicar mi vida; pero la lectura de Anatole France vino a corroborar mi decisión.
     Después de más un siglo de su publicación, la editorial barcelonesa Barril & Barral rescata para el buen degustador de la literatura Los dioses tienen sed (1912) —con la traducción clásica de Luis Ruiz Contreras—; no sé si la mejor novela del premio Nobel francés (lo recibió en 1921), pero es sin duda una de sus grandes creaciones.
       La tesis de la obra es sencilla: a Anatole France no le interesa cuestionar la validez o moralidad de la Revolución francesa, él prefiere detenerse en los actores de aquel drama rebosante de sangre y muerte. La novela se nos presenta como la anatomía y el análisis del fanatismo —político, en este caso— a través de los hechos y los pensamientos del protagonista, Evarito Gamelin, un gris y triste pintor, durante el París de los Años del Terror. La obra, que apenas supera las doscientas páginas, nos muestra el ascenso social —y el descenso moral bajo la sombra amenazadora de la guillotina— de este personaje inmerso en la vorágine de aquellos años. Asistimos impasibles a la metamorfosis de un simple ciudadano en un fanático, en un monstruo sanguinario que se cree señalado por el destino transcendental de la búsqueda de la Democracia y la Libertad, y que no dudará en condenar incluso a sus amigos.
     A las pocas páginas, el lector es ya consciente de que otro autor menos dotado —pienso en los muchos mamotretos que pueblan actualmente las estanterías— hubiera convertido esta historia en una interminable novela llena de peripecias redundantes y de personajes tan reales que resultarían increíbles. France, en cambio, opta por lo contrario: los hechos descritos y las situaciones argumentales son ventiladas con breves pinceladas. Leemos: «Estaban los detenidos amontonados en las cárceles; el acusador público trabajaba dieciocho horas diarias. A los descalabros de los ejércitos, a los motines de las provincias, a las conspiraciones, a las intrigas, a las traiciones, la Convención opuso el terror. Los dioses tenían sed». Por el contrario, al autor le interesa más detenerse en el carácter humano del sanguinario Gramelin, en la descripción minuciosa de las relaciones afectivas que mantiene con su madre y su amante. Ya lo dijo Nietzsche: «También los malvados cantan».

      Al cerrar la novela constatamos que hemos sido testigos de esos milagros que, en ocasiones, consigue el arte: no se puede decir tanto, con tan poco. Ya lo comentó Josep Pla hace años: «No leemos a Anatole France porque nos asusta su perfección». Inmersos en un mundo gris y cortado por el rasero de la mediocridad, tan poco acostumbrados a la palabra exacta (pienso en Azorín y Miró, en Rulfo, en Borges; ocasionalmente en Delibes), ahogados bajo cientos de líneas que se extienden por las páginas sin decir nada, la prosa diáfana y límpida de Anatole France nos devuelve la finalidad primigenia de la literatura: mostrar el mundo en su sencilla, y también monstruosa, desnudez.



Anatole France,

Los dioses tienen sed,

Ed. Barril & Barra. 235 páginas.

domingo, 7 de diciembre de 2014

EN AUSENCIA DE BLANCA: la verdad y la dicha


   "Todo relato tiene un sentido trascendente, tiene su filosofía, y nadie cuenta nada sin otra finalidad que contar”. De esta guisa se expresaba don Miguel de Unamuno al prologar su obra La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez. No, que no se sorprenda el lector: es ésta una reseña de una novela (casi) desconocida de Antonio Muñoz Molina (ahora que acaba de publicar su última creación no está de más recordar títulos anteriores); pero sucede que releyendo esta En ausencia de Blanca, me ha venido al recuerdo aquella breve novela de Unamuno. Quizás porque en esencia son similares: breves, pero intensas; aparentemente livianas, pero densas. Ambas versan sobre un mismo tema: ¿llegamos a conocer a nuestros semejantes? ¿son estos como se nos muestran? ¿o acaso no los inventamos, no los adaptamos a la idea que nosotros tenemos de ellos?
     Apenas pasaron nueves meses desde su anterior novela, Sefarad, cuando, como si del fruto de un embarazo se tratase, Muñoz Molina sacó a la luz un nueva creación: En ausencia de Blanca.
    La novela (o novella, por su brevedad) narra la vida en común de dos personalidades totalmente opuestas: Mario López, un funcionario de provincias, un amante de la tranquilidad y la rutina; y Blanca (obsérvese que carece de apellido), una mujer libre y un tanto bohemia, inclinada al snobismo y a la ensoñación. Igual que los polos opuestos se atraen, así Mario y Blanca terminan casándose, compartiendo una vida en común, complementándose el uno al otro. Retomando el uso de las analepsis y las prolepsis (saltos temporales) que tan asiduas eran en las obras anteriores a Ardor guerrero, Muñoz Molina nos va describiendo las vidas de sus personajes antes de conocerse.
    El lector adicto a la obra del autor jiennense ve pasar por las páginas de la novela una caterva de caracteres conocidos: el joven pueblerino llegado a la ciudad; los artistas “progres” y “vivos”, culturetas y pseudo-intelectuales con su labia hipnotizadora y postmoderna, y sus obras escasamente válidas; la vida rutinaria del oficinista; la vida nocturna y bohemia que conduce a la soledad y el vómito. En fin: el mejor y (para algunos) el peor Muñoz Molina. Claro está que todo esto nos llega siempre a través de una prosa proclive a las oraciones largas y sinuosas, que se deslizan por nuestras ojos y penetran en nuestra mente como las aguas de un arroyo que salvase las estreches más angostas y llegara hasta los últimos reductos.

     Mario López ¾como el narrador de la obra de Unamuno¾ prefiere imaginar la vida de Blanca, prefiere imaginársela. Y esa reconstrucción lo lleva a moldearla según sus apetencias, a crearla y recrearla según su conveniencia. Si el personaje unamuniano necesita a don Sandalio; lo mismo le sucede a Mario con respecto a Blanca. Necesitamos a las personas para justificarnos y definirnos a nosotros mismos. No importa tanto amar; lo que realmente importa, lo que plenamente nos ayuda  a sobrevivir es sentirse amado.
      Mario no es un hombre realmente brillante, pero su inteligencia la pone en Blanca. Uno advierte que la relación entre ellos funciona porque él lo da todo y porque ella se deja querer, aceptando cada acto de amor de Mario como si fuera una deuda que debe ser saldada, como una obligación contraída. Y entonces estalla la crisis; que actúa como un baño renovador, aunque en un principio pueda parecer lo contrario. Pasada la crisis, el lector sabe que Mario seguirá siendo feliz (posee el don camaleónico de la costumbre y la garantía de la falta de ambiciones) ¾y sabe también que ahora Blanca no se limitará a dejarse querer, a recibir únicamente; ahora también amará.
     Al concluir la lectura queda la sensación de que más que a una obra cerrada, hemos asistido al inicio de otra gran obra, de una obra no escrita... la vida de Mario y Blanca a partir del punto final.
    Termino la novela y algo queda en el aire, algo que nunca nadie ha dicho mejor que Claudio Rodríguez:                           
                         ¿Por qué quien ama nunca
                     busca verdad, sino que busca dicha?
                     ¿Cómo sin la verdad
                      puede existir la dicha? He aquí todo.

Antonio Muñoz Molina,
En ausencia de Blanca, 
Círculo de Lectores/ Alfaguara, 2001. 119 págs.