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lunes, 30 de junio de 2014

LOS CUERPOS EXTRAÑOS: la nueva de Vila y Chamorro.

     Han pasado diecinueve meses (como el embarazo de un elefante hembra) desde que Lorenzo Silva obtuviera el Premio Planeta con La marca del meridiano. Poco más de año y medio ha tardado el prolífico autor en proponernos un nuevo caso —el séptimo ya— de la pareja de la guardia civil formada por Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro. Y los seguidores de la serie (que somos multitud), comenzábamos a impacientarnos.
        Los cuerpos extraños es una novela que leemos casi sin darnos cuenta, con la sensación gratificante de que los hechos suceden por su propia inercia: un logro estilístico de Lorenzo Silva que con cada entrega va puliendo más y más, y que demuestra el afán de superación de un autor que no parece tener miedo a ningún género novelístico.
       Esta vez los picoletos de marras han de resolver el asesinato de la alcaldesa de una localidad de la costa levantina. El anonimato de la ciudad y los chanchullos urbanísticos que están en el germen del crimen dotan a la novela de un prurito de universalidad: nuestra costa ha sido el crisol y el pozo ciego del negocio del ladrillo —en todas sus vertientes: las malas y las menos malas—, la cara visible de la corrupción y del mamoneo urbanístico. En las diversas entrevistas que ha prodigado para la promoción del libro, el escritor madrileño no oculta el origen primigenio de la novela: el asesinato del alcalde de Polop unos años atrás. ¿Lo recuerdan?
      Chamorro y Vila se mueven entre informes e interrogatorios y hacen evidente que la solución del problema puede llegar a partir de cualquier dato por insignificante que este sea. Como la mayoría de las novelas de la serie, no se trata de una novela negra prototípica —no hay tiroteos, ni mujeres fatales, ni muestras cínicas de un protagonista de vuelta de todo; hay poco tabaco y menos alcohol—. Más bien se asemeja a una novela enigma, al clásico whodunit británico, pero con los colores mediterráneos y la puntillosidad del trabajo serio y ordenado de las fuerzas policiales. Los interrogatorias ante el juez de instrucción  y los trámites burocráticos pertinentes han sustituido a las recreaciones del crimen o a las largas explicaciones en salones victorianos donde el detective, casi siempre amateur, exponía la verdad del asunto ante una caterva de sospechosos pálidos y ahítos de té. Los cuerpos extraños es, en el fondo, una novela de corte clásico, pero actualizada, cercana… lamentablemente demasiado cercana.
       Lorenzo Silva se mueve como pez en el agua en el estanque cenagoso del lenguaje legal (no olvidemos que ejerció como abogado durante varios años), de las instrucciones procesales y de la jerarquía de la Benemérita. Eso sí, desde los orígenes de la serie (El lejano país de los estanques, 1998) los personajes han ido creciendo sobre todo psicológica y anímicamente. Ahora las cuestiones personales se inmiscuyen cada vez más en el devenir policiaco de la trama, aunque sin molestar; tanto es así que en ocasiones las preferimos a la aridez de la instrucción procesal y a la puntillosidad de los mecanismos de la legalidad. El afán por buscar la verosimilitud en el autor es proverbial y ello hace que al dejar de lado la ficción, la historia pierda cierto atractivo. Pero todo sea por el bien de la verosimilitud. En ese sentido la novela no admite ningún reproche.
       Lectura, pues, muy recomendable y con la que dejarse llevar por el devenir de su argumento y la soltura de su estilo, convenientemente oculto bajo una sombrilla y con los pies enterrados en la cálida y fina arena de nuestras playas (u otras); o, si se prefiere, en la penumbra de la persiana bajada en el fresco interior de una casa de nuestras sierras (u otras).

        Los cuerpos extraños es otro eslabón recio y firme de esa cadena que Lorenzo Silva lleva ya dieciséis años construyendo: una cadena que pretende circunscribir, delimitar y contar la historia de la España de las últimas décadas. Como anunciaba una clásica serie de televisión: la historia de un país es la historia de sus crímenes.

Lorenzo Silva
Los cuerpos extraños,
Ed. Destino. 348 pp,

domingo, 29 de junio de 2014

LA CARTA DE NEWTON: la insuficiencia de la ciencia.



     En el verano de 1693, sir Isaac Newton cae en una profunda crisis nerviosa cuyos motivos, todavía hoy, se ignoran. Sólo a través de dos enigmáticas y absurdas cartas remitidas al filósofo Locke sabemos del colapso mental que se apoderó del genio tras la publicación de los Principia.
     A principios de la década de 1980, el escritor irlandés John Banville toma estos extraños acontecimientos de la vida de Newton para construir una magnífica y, también, sorprendente novela. La carta de Newton se muestra como una extensa carta que un narrador innominado dirige a una invisible mujer llamada Cliona. El narrador ¾un historiador que ha dedicado siete años a la elaboración de una biografía sobre Newton¾ decide abandonarlo todo y retirarse a una tranquila granja al sur de Irlanda. He aquí el primer y fundamental paralelismo de la novela: el físico Isaac Newton y el historiador que indaga sobre su vida se comportan ¾cuando ambos están rondando los 50 años de edad¾ de un modo semejante y aparentemente extraño.
      Por fortuna la novela no se detiene aquí. En cierta ocasión Umberto Eco proclamó que una novela era una máquina de generar interpretaciones. Si hay algún rasgo que caracterice la obra literaria es su capacidad para la polisemia y la multiplicidad de sentidos. Tomando estos postulados podremos admitir que una novela deviene en aquello que cada lector pueda extraer de ella.
        Aislado de la vida académica y lejos de su vida anterior, el narrador y protagonista comienza una nueva vida: alquila una casa a un matrimonio, los Lawless ¾Charlotte y Edward¾, quienes conviven con la sobrina de la esposa, Ottilie, y un niño, Michael. Contagiado por la filosofía empírica y experimental de Newton, el narrador se sumerge en una red de cábalas e hipótesis. Es la voz del protagonista la que va dando cuenta de sus intentos para interpretar el mundo que lo rodea. Una serie de hechos y comentarios extraños o, cuanto menos, sorprendentes mueven al narrador a crear las más variopintas interpretaciones: ¿quiénes son los padres del niño?¿es Edward un borracho irredimible? Evidentemente la realidad no nos es mostrada de una pieza, sino a través de múltiples facetas y retazos. El historiador va a olvidar el lema de Newton ¾”Hypotheses non fingo” (Yo no invento hipótesis)¾ y cada una de sus interpretaciones va a ser una fabulación a veces risible y, finalmente, trágica y patética. Sólo al abandonar sus libros y sus clases y sumergirse en el fango de la vida diaria, el narrador va a comprender la razón de la crisis de Newton: la ciencia se muestra insuficiente para interpretar la complicada e infinita vida cotidiana. “Hay tanto que no se puede explicar: todas las cosas importantes”, admitirá en un momento de la obra.
       Recordando a la famosa Lolita, el narrador termina sucumbiendo a los jóvenes encantos de  Ottilie; pero a un tiempo crece su atracción ¾siempre y meramente platónica¾ hacia la madura Charlotte. Ecos del Werther de Goethe (e incluso de la vida de éste) aparecen en mi lectura: la Carlota del joven alemán frente a la Charlotte del maduro historiador; la forma epistolar de ambas novelas; el hecho ¿casual? de que la nuera de Goethe se llame también Ottilie; los últimos años del escritor alemán dedicados al estudio y refutación de la Óptica de Newton;...
      Quizás, como le ha ocurrido al narrador de la novela, también yo me he visto vencido por una red de coincidencias que tal vez haya inventado. Lo que sí sé con certeza es que si esta novela es grande (pese a su brevedad) se debe a que no produce ninguna interpretación ni totalmente correcta ni plenamente convincente.


John Banville,
LA CARTA DE NEWTON, 
Editorial Edhasa, Barcelona, 2001. 156 páginas.

viernes, 27 de junio de 2014

LA CAVERNA: Un mundo de sombras


    En este clásico del autor portugués, José Saramago (Premio Nobel de 1998) nos describe su particular visión de la condición humana; nuestro trato con el mundo que nos ha tocado en suerte poblar; nuestras relaciones con las personas condenadas a ser nuestros semejantes. En La caverna el autor recupera uno de los momentos fundacionales de la filosofía occidental: la caverna de Platón (Libro VII de La República). Un grupo de personas crecen y mueren inmersos en una caverna, maniatados y sentados ante una pared por donde desfilan las sombras de objetos y personas. Ese es todo su mundo; nunca han visto la realidad sino su reflejo.
   
  Saramago es un autor serio y consciente de su trabajo. Prueba de ello es el peculiar aspecto (o estilo) de sus novelas: el lector no va a encontrar en ellas ningún signo de exclamación o interrogación; ni un guión que marque los diálogos; ni un paréntesis que suponga un inciso o reflexión; ni unos puntos suspensivos que anticipen una esperanza o un temor. Saramago escribe de corrido: las descripciones se unen a las intervenciones de los personajes; los incisos del narrador omnisciente parecen no respetar las leyes (“no escritas”) de la narración, y lo pueblan todo, dirigiendo nuestros gustos y nuestra mirada. Por todo ello es de suponer que nunca será un autor de best-sellers (que conste que no estoy en contra. Todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida como mejor pueda o sepa), una simple hojeada y/u ojeada a sus libros ¾interminables párrafos de letra comprimida; ni la esperanza a la rapidez lectora y la aparente relajación que nos dan los fragmentos de diálogo¾ es suficiente para rechazar la lectura. Porque el lector de Saramago o bien ya lo conoce o bien es un ser con claras tendencias al masoquismo, o quizás es un valiente.
Dicho lo cual debo admitir que no soy ni valiente ni inclinado a ciertos gustos: conozco a Saramago. Y por ello sé que bajo este denso andamiaje se ocultan siempre argumentos sencillos y directos. En La caverna la historia presentada nos es próxima: una alfarería, regentada por Cipriano y su hija Marta, ve como su labor es ya innecesaria para el Centro ¾enorme y caníbal hipermercado¾. A pesar de los intentos por sacar adelante la vieja alfarería, el nuevo mundo representado por el Centro es implacable. Cerrada la pequeña industria manual, Cipriano y Marta acceden a vivir en las instalaciones de su destructor, donde Marcial, el marido de ella, trabaja de guarda de seguridad. La vida, entonces, se convierte en una eterna espera, en una pasividad e inmovilidad donde los seres humanos somos como los personajes platónicos: no pensamos, no tenemos necesidad de salir, de abandonar y romper con todo; la sociedad y el sistema ponen a nuestra disposición las distracciones y, por ende, las ideas , y nosotros únicamente debemos consumir y pensar como el resto; atados ante una pared por donde desfilan las sombras de la realidad. El final de la novela es ¾como ya lo fuera en las anteriores¾ tan abierto como esperanzador.
    El mensaje se muestra transparente: vivimos en un mundo donde cada vez pensamos y reflexionamos menos; donde cada vez obramos con menos libertad; donde cada vez son más los factores que pretenden (y lo consiguen) dirigirnos. Pero, ¿sabemos realmente pensar y obrar libremente? ¿qué significa “libremente”?. El final es tan hermoso como ingenuo. Saramago no se pronuncia sobre el destino sus creaciones: acaso no exista, o acaso no sea lo más importante.

     Sé que Saramago tiene razón; pero debo admitir que yo compré su novela en un centro comercial. Sé que Saramago acierta en sus reflexiones; pero también sé que si yo hubiera escrito una novela de y con estas características, el sistema ¾el mismo que el autor critica¾ no me la hubiera publicado. ¿De qué nos quejamos? ¿Qué criticamos? ¿Somos como el perro que muerde las manos que le dan de comer? ¿Quién o qué nos impide salir de la caverna en que vivimos: nuestra falta de deseos, o los grilletes que nos han impuesto?

José Saramago,
La caverna
Ed. Alfaguara, Madrid, 2000. 454 págs.

lunes, 23 de junio de 2014

VAREANDO NUBES: Un futuro prometedor



      Nunca antes se había escrito tanto. El éxito de las redes sociales se debe a que todos los seres humanos deseamos, a la postre, convertirnos en escritores, abrirnos a nuestros semejantes. Poco importan nuestros cometidos diarios: actores, deportistas, políticos, carpinteros, empresarios, camioneros, actrices, fontaneros, arquitectos, profesores, marinos, médicos, barrenderos… ; al final, todos ansiamos ver nuestro nombre impreso en la portada de un libro o, en su defecto, transmitir nuestros pensamientos (que no siempre son tan importantes ni transcendentales como creemos) a todos aquellos que los quieran conocer. Nunca antes se había escito tanto… así que resulta difícil discernir el grano oculto bajo tan ingente cantidad de paja, encontrar un escritor no solo con vocación —pues lo somos todos—, sino con capacidad técnica para serlo —consciente de que lo que escribe requiere un cuidado y un trabajo continuo y duro, advertido de que no todo vale— es, para los que nos dedicamos a escribir de otros, una tarea cada vez más difícil.
     Sucede que en ocasiones no hay que irse muy lejos para hallar la piedra preciosa bajo las toneladas de gangas. Un ejemplo de ello es José Antonio López Rastoll, alicantino nacido en 1974, que desde su blog El Mirador, lleva años realizando una encomiable labor de crítica y de creación. Tentado por el formato de papel, agrupó algunos de sus relatos en el volumen El Mirador (Ediciones Atlantis, 2009). Animado por el éxito de esta primera publicación, ahora nos regala —y el verbo no es exagerado— con Vareando nubes, también en Ediciones Atlantis. El cuento es su mundo —«La novela no es un género comercial», afirma irónicamente—: una decisión valiente que merece, únicamente por ello, todos nuestro respeto. Pero es que, además, la propuesta es excelente.
      Contrariamente a lo que sucede con otros libros de relatos, en Vareando nubes —evocador título que agrupa veintisiete narraciones de extensión media y corta— no existe ningún hilo argumental que vertebre el conjunto; porque lo que da solidez y unidad al volumen es el estilo del autor, su prosa fácil y ligera, donde el lector inteligente advierte el sudor del esfuerzo, las revisiones continuas tras la búsqueda de la exactitud de la palabra o del enunciado preciso. Nada sobra y nada falta en estas piezas que recorren los más diversos temas: las dificultades de la paternidad, la añoranza del pasado, la inocencia crítica de los niños, el chiste extendido (en algunos de los relatos más débiles, pero más graciosos), el mundo analizado desde la feminidad, la denuncia social, la visión ácida de una realidad cada día más roma y hueca… Ante tan gran cantidad de narraciones será difícil que el lector no encuentre muchas de su agrado, que no desee releer.

     No es un libro redondo (¿y cuál lo es?); pero sí es un título importante porque muestra claramente lo que se puede llegar a conseguir cuando técnica y trabajo se aúnan. El volumen es el heraldo de mejores creaciones, la promesa de un porvenir excelente, la constatación de haber asistido al nacimiento de un autor notable que, seguro, dará que hablar. No olviden el nombre: José Antonio López Rastoll.

José Antonio López Rastoll,
Vareando nubes,
Ediciones Atlantis, Madrid, 142 páginas.

martes, 17 de junio de 2014

SOLO / SÓLO





Un libro solo...
                                Lo demás no es sino
                                 ruido y nada,
                                 vaporosos recuerdos.

                                  El resto no importa
                                             no imaginarlo:
                                 lo que está lejos de la vista,
                                             está fuera del recuerdo.

                                                                                ... sólo un libro.


domingo, 15 de junio de 2014

CHESTERTON INCOMBUSTIBLE


   
    Se sorprende mi amigo Fernando Lindes (Librería 80 Mundos, en Alicante) de la gran cantidad de títulos de Chesterton que encuentra en sus surtidos anaqueles. Se justifica esta sorpresa porque confiesa no haber leído ninguno de los libros del genio inglés. Los chestertonianos —como un servidor— nos sorprendemos de que no estén a la venta muchos más volúmenes. No es el señor Lindes mal lector —doy fe de ello—, pero ocurre con Chesterton una situación en España cuanto menos peculiar. Durante el franquismo, sus obras se vendían como muestras de literatura católica; años después adoptaron la etiqueta de “literatura juvenil” (en Anaya, por ejemplo). La obra del autor inglés fue mostrándose bajo membretes que ni eran fieles al original ni justos. Recientemente la editorial Valdemar, la valenciana Pre-textos y luego El Acantilado nos han mostrado un Chesterton tan completo como genial; porque no puede ser otro el calificativo con el que debemos describir a este orondo y lúcido autor nacido en Londres en 1874 y muerto en 1936.
     La caducidad de los derechos de autor de sus obras ha propiciado, sin duda, esta proliferación de nuevas publicaciones: su Autobiografía, sus artículos en Correr tras el propio sombrero y la genial Herejes, en El Acantilado; esa confesión irónica y lúcida que es Ortodoxia, en Editorial Alta Fulla; sus relatos policiacos en Valdemar. Toman el testigo ahora la cordobesa El olivo azul y la católica Encuentro. La primera nos trae una antología de diecisiete relatos —la mayoría inéditos— que recorren el segmento temporal que comprende desde 1891 (dieciséis años tenía Chesterton cuando pergeñó ese humorístico divertimento que es «Tratado elemental de demonología») y llega hasta mediados de la década de 1930 con el magistral policiaco «El hombre que mató al zorro». No recomiendo a mi amigo Fernando este volumen, que parece más pensado y confeccionado para los conocedores e incondicionales del autor británico. La lectura de los relatos muestra una evolución en la trayectoria de Chesterton y también la corroboración de una verdad que ya suponíamos: su fidelidad constante a unos temas obsesivos (el poder y sus consecuencias; la verdad como elemento de discursión; el perspectivismo como factor imprescindible de conformar la realidad); el dominio asombroso de una técnica basada en los juegos de palabras y las paradojas, que lejos de confundir crean en el lector la necesidad de reflexionar.
     La publicación, en un solo volumen, de los cinco libros de relatos protagonizados por el padre Brown (cincuenta narraciones en total), junto a tres nuevos cuentos —no todos completos— inéditos en nuestro país, se nos muestra como la mejor introducción, y también el mejor homenaje, a la capacidad creativa de Chesterton. Hasta la fecha los degustadores de las aventuras del curita de Essex debíamos saltar de editorial a editorial —con paradas en librerías de viejo y también en los originales en lengua inglesa—. La aparición de este volumen debe enorgullecernos a todos los buenos degustadores de literatura y servir como acicate a aquellos que todavía no se han acercado (los pobres) a la prosa absorbente, hipnotizadora e irremediablemente humorística de uno de los mejores escritores en lengua inglesa del siglo XX. Este voluminoso libro aparece como la prueba de uno de sus más recordados enunciados, y que he tomado como encabezamiento de mi blog: “Lo más increíble de los milagros es que suceden”.

G. K. Chesterton,
Tratado elemental de demología,
El olivo azul, Córdoba, 2008. 169 pág.

El padre Brown. Relatos completos,
Encuentro, Madrid, 2008. 1.054 pág.



jueves, 12 de junio de 2014

EL ARCHIVO: una fábula bancaria


      Imagine que trabaja usted en un banco. Imagine que uno de sus superiores le cita para comunicarle que, por una negligencia indeterminada, debe ser trasladado (desterrado) al archivo de la entidad. Dentro de la dinámica de las suposiciones, imagine que dicho archivo es un lugar cerrado y agobiante, un sótano enorme y laberíntico, tétrico, sin ventanas ni ventilación, aislado completamente del exterior, subyugado a una rutina de trabajos absurdos y denigrantes, dominado por la voluntad férrea, opresora y sádica de una director déspota e intransigente. Si usted imagina que se llama Carlos Cueto, será el protagonista de El archivo, la novela con la que José Cubero Luna consiguió el III Premio de Novela Corta “Cristóbal Zaragoza” de 2006, convocado por el Ayuntamiento de Villajoyosa.
     
     Carlos Cueto es un ser insignificante y gris, sumido en la rutina del trabajo diario, con problemas conyugales serios y que, sin comerlo ni beberlo, se convierte en un héroe para los empleados del archivo. Su existencia, de lo más anodina en el exterior, lejos de empequeñecer al hombre le aporta una dignidad hasta entonces desconocida. En medio del ambiente rancio y burocrático del archivo, Carlos Cueto va a descubrir ciertas cualidades que ignoraba: el afán de lucha, el ahínco por sobrevivir a pesar de todo y todos…
        Lo que convierte a El archivo en una novela notable no es el empleo de un lenguaje deslumbrante; sino más bien el desarrollo de un argumento que, sin dejar de proclamar su simbología, no deja de ser ameno. He hablado de simbología: imagine que donde antes dije “archivo” ahora dijera “vida”; imagine que donde antes escribí “director” ahora escriba “Dios”.
       Hay muchos puntos en común con El proceso de Kafka (y, desde luego, con la versión cinematográfica que realizara Orson Welles). Vean estos dos comienzos: “Una mañana me llamaron del departamento de personal nada más llegar al Banco donde trabajaba” frente a “Alguien debió de haber calumniado a Josef K. porque, sin haber hecho nada malo, fueron a arrestarlo una mañana”. Ambos personajes soportan la culpa de un delito que ignoran. En el devenir de ambos, su situación no acaba de clarificarse. Sólo la muerte (“como un perro”) de Josef K. concluirá con su penitencia; no desvelaré aquí el final de El archivo, bastará con decir que Carlos Cueto es el junco que soporta la tormenta merced a la flexibilidad; Josef K. es el roble que se quiebra por su rigidez.

       Sería un mentecato si dijera que El archivo es mejor novela que El proceso; porque no lo creo y sé que no es cierto. Si afirmaré, en cambio, que la primera es más entretenida. Léanla… no les defraudará.

José Cubero Luna,
El archivo,
Editorial Agua Clara, 2007. 127 páginas (también en versión digital en Bubok)

sábado, 7 de junio de 2014

BREVÍSIMA HISTORIA DE LA NOVELA DE MISTERIO (V)

La novela-problema.


      En la década de 1920 coincidieron todos los tipos de novela de misterio (si exceptuamos los más actuales, como el psicothriller). No obstante, el panorama literario estaba dominado por los autores británicos; y puesto que estos sentían especial predilección por la novela-problema (o novela-enigma o novela a la inglesa, pues con todos estos apelativos la han denominado), las librerías y quioscos estaban copados por esta modalidad literaria.

    Después de la Primera Guerra Mundial, la novela criminal sufre su primera gran transformación al avistar una   meta concreta y unos fines determinados. Es entonces cuando la novela policiaca se despoja de toda perspectiva literaria y se lanza desesperadamente al juego de adivinanzas. El género policiaco abandona toda aspiración artística para convertirse en ciencia, en un juego de ingenio con miras exclusivamente científicas. La fantasía puede tener una leve participación en el planteamiento del problema, pero el resto ha de someterse a unas rígidas normas enunciadas concretamente por más de uno de los escritores del género.
   Se pretende con ello depurar el género... La uniformidad y la monotonía se apoderan de la novela criminal. No se exige entonces al detective rango alguno de heroísmo, sólo que sea [tan] inteligente... como para resolver por sí mismo los rompecabezas que se le ponen delante.
    Salvador Vázquez de Parga, Los mitos de la novela criminal, Planeta, Barcelona, 1981. página 114

    Aparece la noción de «juego limpio»; es decir, el lector debe disponer de tantos datos como el detective. La novela es un campo donde se van colocando jalones e hitos que también el lector debe conocer. Al final, acompañará al detective (o si es un lector avispado, lo adelantará) en sus razonamientos. Ellery Queen, por ejemplo, gusta de colocar en la parte final de sus novelas un «Reto al lector», donde le invita a averiguar la solución del enigma antes que el detective, puesto que todas las pistas ya han aparecido. Es esta una costumbre que va a ser imitada por otros autores como el belga S. A. Steeman en El asesino vive en el 21 (1939), por ejemplo.
    Proliferan los asesinatos “enrevesados”, las casas de campo con mayordomo de mirada torva y criadas de lengua viperina, las habitaciones cerradas con un cadáver en su interior, los múltiples mecanismos para matar a un hombre (o mujer), los mil y un inventos para poder tener una coartada o para hacer pasar por un suicidio lo que es un crimen. En fin, el asesino juega una partida de ajedrez contra el detective y contra el propio lector; nada es baladí —ni palabras, ni gestos, ni el color del gato de la vecina o la humedad relativa del aire—.  Más que despachar a un sujeto, el asesinato deviene (como dijo Thomas de Quincey) en una obra de arte.
    El afán por aligerar los argumentos de todo aquello que no fuera genuinamente misterioso llevó a los autores de novela policiaca a la confección de una serie de obras cada vez más parecidas a crucigramas o jeroglíficos. Las décadas de 1920 y 1930 fueron, sin duda, los momentos más relevantes de esta tendencia. Un crítico de aquel entonces, Philip Guendalla, llegaría a afirmar que «The detective story is the normal recreation of noble minds».
    Agatha Christie había comenzado su prolífica y exitosa carrera literaria en 1920 con la primera aparición de Hércules Poirot en El misterioso caso de Styles. Y durante los años restantes hasta 1939 sacaría a la luz: Asesinato en el Orient Express (1935), El asesinato de Roger Ackroyd (1926), Los crímenes de la guía de ferrocarriles (The ABC’s Murders, 1936) o la primera aparición de Miss Marple en Muerte en la Vicaría (1930) por señalar sólo algunas de las grandes obras maestras de la literatura policiaca.
     También en 1920 comienzan las novelas protagonizadas por el inspector French, personaje creado por Freeman Wills Crofts en El tonel (The cask). A. A. Milne publica La casa roja (1922); John Rhode, El misterio de Paddington (1925); monseñor Ronald Knox, El crimen del viaducto (1925). Philip MacDonald saca a la luz The rasp (1925); y Dorothy L. Sayers comienza la serie de novelas protagonizadas por Lord Peter Wimsey en 1923 con El cadáver sin lentes (Whose body?). Muchos de ellos, y otros más, formarán parte en 1928 del llamado Detection Club, en el que se fundamentarían las bases del denominado “juego limpio” de la novela-problema. 

      Los miembros fundadores del Detection Club de Londres en 1928 fueron Anthony  Berkeley, G. K. Chesterton (el primer presidente hasta su muerte en 1936), monseñor Ronald A. Knox,, John Rhode, E. C. Bentley, Agatha Christie, D. G. H. y M. I. Cole, Freeman Wills Crofts, Baronesa de Orczy, Henry Wade, Milward Kennedy, H.C. Bailey, A.A. Milne, Arthur Morrison, R. Austin Freeman, Edgar Jepson, A.E.W. Mason y Dorothy L. Sayers, Publicaron dos novelas escritas entre todos: El almirante flotante (1932) y Ask the Policeman (1933).

          Cada año (hasta la actualidad) se han ido sumando nuevos nombres: John Dickson Carr, J.J. Connington, Clemence Dane, John le Carré, Len Deighton, P.D. James y muchos más. Evidentemente se trata de un reconocimiento a su labor profesional y sus cargos son meramente honoríficos.

   Pero no acaba aquí la nómina de autores, pues la moda salta hasta la otra orilla del Atlántico y los escritores norteamericanos la desarrollan, en ocasiones, con gran maestría.
El detective Charlie Chan de la policía de Honolulu aparece en 1925 (La casa sin llaves) de la mano de Earl Derr Biggers  alcanzando, a pesar de su corta vida —su autor falleció en 1933—, una cierta notoriedad.
     El orondo y hogareño Nero Wolfe llega de la mano de Rex Stout en Fer-de-Lance (1934).
Un puesto de honor ha de ocupar S. S. Van Dine (pseudónimo del crítico de arte y novelista Willard H. Wright) que, con la publicación en 1926 de El asesinato de Benson  (The Benson Murder Case), iniciaría una de las series más importantes e influyentes de la novela-problema. Van Dine escribió doce novelas protagonizadas por Philo Vance, un auténtico snob afectado y decadente, irritante en ocasiones, pero de gran inteligencia: La serie sangrienta (The Greene Murder Case, 1928) y Crimen en la nieve (The Winter Murder Case, 1939) son las mejores obras de un autor que siempre mereció mucha más atención que la dedicada por crítica.
        El admirado Ellery Queen publica su primera novela en 1929, El misterio del sombrero de copa (The Roman Hat Mistery) y, a continuación, comienza a crear obras maestras e irrepetibles del género: las cuatro interpretadas por Drury Lane y firmadas por Barnaby Ross (La tragedia de X, La tragedia de Y, La tragedia de Z y El último caso de Drury Lane, entre 1932 y 1934); El misterio de la mandarina (1934), El misterio del ataúd griego (1932), El misterio del zapato blanco (The Dutch Shoe Mistery, 1931), El misterio de la cruz egipcia (1932) y El misterio de los hermanos siameses (1933).
       Tampoco hay que olvidar a John Dickson Carr (quien firmó parte de su ingente producción con el pseudónimo de Carter Dickson) que había iniciado su andadura con Anda de noche (It Walks by Night, 1930) y acabó convirtiéndose en un autor de primer orden: La cámara ardiente (The Burning Court, 1937) , Los tres ataúdes (también titulada El hombre hueco, 1935) o Los anteojos negros (The Black Spetacles, también conocida por The Problem of the Green Capsules, 1939) son algunos de los títulos que no pueden faltar en ninguna colección de novela policiaca.
     Agatha Christie, Ellery Queen, John Dickson Carr y S. S. Van Dine pueden ser considerados como los mayores creadores de la novela-problema. No sólo por la calidad de sus obras y también su número, sino —y sobre todo— por su afán por seguir las “reglas” que, en muchas ocasiones, ellos mismos promulgaron.
      He centrado mi atención en algunos de los mejores o los más populares pero el listado es poco menos que interminable: Ernest Bramah (creador del primer detective ciego, Max Carrados, en 1914); J. S. Fletcher (The Middle Temple Murder, 1918); E. C. Bentley (El último caso de Trent, 1913); G. K. Chesterton (y su genial padre Brown, aparecido por vez primera en 1911, protagonizaría cinco libros de cuentos hasta 1935); Eden Phillpotts (Los rojos Redmaynes, 1922); Francis Beeding (La muerte va de puntillas, 1931); Anthony Berkeley (El caso de los bombones envenenados, 1929 —una de las cumbres del género, en la medida en que se siguen a rajatabla los postulados de “juego limpio”); Patricia Wentworth (que inicia las aventuras de Miss Maud Silver en 1929 con Grey Mask); Nicholas Blake (La bestia debe morir, 1938 —aunque tal vez habría que considerarla como una obra más cercana al thriller); R. Austin Freeman (creador del doctor Thorndyke en 1907); Michael Innes (¡Hamlet, venganza!, 1937); Gaston Leroux (el “padre” de la habitación cerrada en El misterio del cuarto amarillo, 1908); E. C. R. Lorac (Muerte de un actor, 1937); Ngaio Marsh (Death in a white tie, 1938); Margery Allingham (Muerte de un fantasma, 1934); Earl Stanley Gardner (creador del popular Perry Mason en sus novelas El caso de las garras de terciopelo y El caso de la joven arisca, ambas de 1933);  Stuart Palmer (El misterio de la banderilla azul, 1937); George Simenon (cuyo comisario Maigret vería la luz por primera vez en Pietr el Letón, 1931); y muchos más...
      Todo degustador de la novela policiaca habrá advertido que este tipo de novelas ha sido, ya desde los primeros tiempos, muy parodiado (Piénsese en El robo del elefante blanco (1882) de Mark Twain). No es de extrañar, pues sus líneas básicas son muy evidentes y fácilmente imitables. El escritor Leo Bruce hizo una parodia de los personajes del padre Brown, Lord Wimsey y Hércules Poirot en Misterio para tres detectives (1936). También el cine ha insistido en los elementos paródicos, por ejemplo: la irregular película Un cadáver a los postres (Robert Moore, 1976 —con guion de Neil Simon).

miércoles, 4 de junio de 2014

Poemas para una exposición (y IV)

El triunfo de Galatea (1511), de Rafael

Fresco en la Villa Farnesina.

            Conchas y trompetas a su paso, el Amor
extiende, como su capa, su roja atracción,
y sus ojos —cribados por las nubes—
caen en lluvia sobre el campo
que pronto mostrará
su recogimiento, su represión
tantos siglos contenida.
            Triunfal,
pecaminosamente tentadora conduce su cuádriga
imposible, a través de un bosque de destellos
azules.
            (Venus)
Delfilnes depredadores, desgarrando indefensos invertebrados,
surcan el mar
mientras —avanzando
por entre la voluptuosidad y el desorden—,
la lujuria tantas veces reprendida aflora
hoy, al paso del cortejo:
            venera

(a quien la cienca dotó de aspas como Dios a los ángeles dotó de sexo)
donde al Amor sembró su semen filial y centenario.
Pequeños cupidos certeros dan
la sombra necesaria al regocijo;
y su mirada despierta no está en las saetas
y reposa ya en la meta alcanzada.
            Requiebros de sirenas a centauros asustados;
forcejeo, pretendidamente débil, de doncellas
ante los abrazos de Neptuno bigotudo.
Todo
a la sombra aérea del relincho ensordecedor
de un caballo de caza
de un cuerno
que llama a la imaginación en aquel bosque
por siempre imposible.
            El carcaj ausente es el más tímido:
reposa los amores venideros sobre las nubes.

Las escamas
                                                               hasta       los árboles humanos,
                                               las raíces
                                    desde
                        trepan                                                                
y alcanzan
—en su humedad absorbedora—
las alas palpitantes de trémulos discípulos.

domingo, 1 de junio de 2014

LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR: Delirium Tremens


     Joseph Roth nació en una remota región del antiguo Imperio Austrohúngaro y murió en París a los 45 años: borracho, olvidado de todos, malviviendo de sablazos a amigos o conocidos, consumido por el alcohol. Había vivido y trabajado como periodista en Alemania donde aparecieron sus novelas más conocidas: Job (1930) y La marcha Radetzky (1932). Con la llegada al Gobierno del partido nazi, Roth se exilió en París donde murió en 1939.
      El mismo año de su muerte consiguió publicar, en Ámsterdam, su obra más conocida: La leyenda del Santo Bebedor. Sólo tras la II Guerra Mundial, en 1949, la obra pudo ver la luz en Alemania. En España la obra llegó tarde, en 1981, gracias a la editorial Anagrama. Han pasado veinte años desde entonces y ahora aparece la séptima edición, con el prólogo que Carlos Barral realizó para la primera.
        Contemplo la fotografía de Joseph Roth, en blanco y negro, que aparece en la solapa de la portada: es un rostro envejecido, con el cabello pegado al cráneo redondo; destaca el hoyuelo en la barbilla, las bolsas acumuladas bajo los ojos, la nariz puntiaguda y afilada. Su aspecto me recuerda a un ratón: incluso los labios comienzan a combarse en una sonrisa sardónica. Es el rostro de un hombre que ha tenido que huir de la quema de libros, del miedo a pensar libremente.Y es también el rostro de un hombre que ha buscado refugio en la absenta, en los cafés parisinos, bajo los arcos de los puentes del Sena, en hoteluchos de mala muerte, en prostíbulos. La leyenda del Santo Bebedor tiene tanto de autobiografía como de chanza, o si se quiere, de homenaje a la bebida y a la vida de mendigos y borrachos; tiene la euforia de una borrachera, pero también la tristeza de una resaca y de un cuerpo estragado.
        Andreas Kartak, el protagonista de la obra, es uno más de los muchos mendigos que pernoctan bajo los puentes del Sena. Un extraño caballero le da 200 francos. Es un regalo; sólo se le pide que los reponga, cuando quiera o pueda, a modo de limosna en la iglesia de Sainte Marie. A partir de este hecho fortuito, la vida comienza a sonreírle a nuestro mendigo: le ofrecen trabajo y sueldo, encuentra una cartera con dinero, vuelve a toparse con el extraño caballero que le da, de nuevo, más dinero. Nosotros, lectores, vamos asistiendo a una serie de golpes de fortuna o milagros a lo largo de las cuatro semanas en las que se desarrolla la acción de la novela; brincando por breves capítulos, ayudados por un lenguaje directo, sin aparentes ambigüedades o dobles fondos.
       Avanzamos de milagro en milagro... pero también de obstáculo en obstáculo: porque Andreas es incapaz de pagar la deuda. Inevitablemente, ante las puertas de la iglesia, el azar se interpone en su camino: en la forma de una antigua novia, bajo el aspecto de un amigo un tanto caradura... Roth va mostrándonos la biografía de su protagonista paulatinamente, mediante breves y escuetos fogonazos, iluminando aspectos del carácter que nos puedan ayudar a comprender (no sólo a entender) a Andreas Kartak: su trabajo de minero, sus líos amorosos que le llevaron a la cárcel.
       La novela anticipa la alegría neorrealista de Milagro en Milán, pero también el callejón sin salida de Umberto D o Ladrón de bicicletas. Porque la obra se nos presenta como un cuento de hadas junto al Sena... cuando más al este comienzan a resonar los cañones de la guerra y el exterminio. Todo en ella se muestra idílico: los mendigos llevan corbata; existen señores altruistas que van regalando dinero. Pero a poco que leamos atentamente advertiremos que el verdadero protagonista es la bebida, la vida nocturna, “las muchachas complacientes”.

      ¿En qué consiste la grandeza de esta pequeña novela? Quizás en el tratamiento que el autor hace del Destino, semejante al Fatum clásico: Andreas Kartak tiene todas las oportunidades para encarrilar su vida, para salir del fondo del vaso de absenta... pero o bien no puede.... o bien no quiere.

Joseph Roth,
La leyenda del Santo Bebedor, 
Editorial Anagrama.
92 págs.